domingo, 6 de julio de 2014

Prólogo a "El amor libre: Eros y anarquía" x Osvaldo Baigorría

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Para defender al principio de amor libre se necesitan dosis parejas de inocencia y experiencia. Una vez desacralizados el matrimonio, la familia y la dupla varón-mujer unidos “de por vida”, ¿qué si no la inocencia puede vincular la libertad al amor, en especial si a éste se lo entiende como pasión o atracción entre seres de carne y hueso? La experiencia susurra al oído que la fidelidad es imposible, que la monogamia es una ilusión y que las leyes del deseo triunfan siempre sobre las leyes de la costumbre. La inocencia grita que el amor sólo puede ser libre, que la pluralidad de afectos es un hecho y que el deseo obedece a un orden natural, anterior y superior a todo mandato social establecido.

Podría suponerse que inocencia equivale a ingenuidad, así como experiencia a cinismo. Pero varios de los autores reuni­dos en esta antología intuyeron que la emulsión resultante de la fórmula “amor-libertad” es mucho más compleja. Nunca hubo algo más difícil que ser libertario en las cuestiones de amor. Se puede serlo ante la autoridad, el trabajo o la propie­dad, pero ante los vaivenes del corazón no hay principio, nor­ma o idea que se sostenga firme en su sitio. ¿Hay alguien más parecido a un esclavo que un enamorado?

En tiempos de relativa paz (es decir, sin guerras nacionales, civiles o religiosas declaradas), los celos son las causa primera de homicidios. En nombre del amor, el ser humano mata, po­see y somete a sus semejantes, al tiempo que es poseído por una fuerza o potencia que irrumpe no se sabe bien de dónde y lo arrastra hacia algún destino imposible de vaticinar. La pose­sión es la antítesis de la libertad. ¿Cómo uno puede ser verda­deramente libre cuando ama? Sólo mediante una reinvención de la palabra amor.



Eros es el antiguo nombre de esa potencia. Antes de que adquiriese el carácter sentimental personificado en un joven hermoso, hijo de Afrodita y de padre incierto (Hermes, Ares o el propio Zeus), que volaba con alas doradas y disparaba fle­chas a los corazones, era una fastidiosa fuerza aérea de la natu­raleza que, como la vejez o las plagas, debía ser controlada para que no perturbase el funcionamiento social. Se supone que fue el primero de los dioses, ya que, sin él, ningún otro habría nacido. De todas maneras, siempre fue demasiado irres­ponsable como para formar parte de la hegemónica familia de los Doce olímpicos.

Podemos imaginar distintos acuerdos y conflictos en la hi­potética unión entre Eros y Anarquía, sobre todo si a esta últi­ma no la entendemos sólo como un orden social caracterizado por la ausencia de Estado. Se ha argumentado que an-arché es el rechazo de todo principio inicial o causa primera, de todo origen único y absoluto: “La causa primera nunca existió, nunca pudo existir… La causa primera es una causa que en sí misma no tiene causa o que es causa de sí misma” (Bakunin). Se ha descrito a la energía anárquica como un caos ciego de impul­sos autónomos, así como una construcción voluntaria de for­mas asociativas entre fuerzas que luchan por afirmarse y reco­nocerse sin disolver las diferencias que las oponen (Proudhon). En vez de un modelo político utópico situado al final de los tiempos, se trataría de una potencia abierta a la creación cons­tante de individuaciones (Simondon), acaso relacionada con la ancestral idea griega de apeiron que usó Anaximandro para describir ese fondo indefinido e indeterminado a partir del cual surgen sin cesar los seres individuales. Que este principio sin principio pueda unirse felizmente y sin peleas conyugales con aquel dios alado es algo que aún está por verse.

Por cierto, los autores aquí presentados no tienen una opi­nión única u homogénea sobre la pareja de Eros y Anarquía ni sobre su hijo legítimo: el amor libre. Por ejemplo: mientras que para Cardias -iniciador del experimento conocido como Colo­nia Cecilia en el Brasil del siglo XIX- el adulterio es la forma más indigna de ese amor, para Roberto de las Carreras la figu­ra del Amante es bandera de lucha contra el matrimonio bur­gués, según el panfleto publicado en Montevideo en 1902, en el cual el autor relata cómo descubre a su propia mujer en bra­zos de otro hombre y, en vez de sentirse traicionado, exalta a la adúltera como la mejor alumna de su enseñanza erótico-libertaria.

Hemos titulado El amor libre a esta heterogénea -y mayormente heterosexual- selección de textos como homena­je a un título ya clásico de libros y artículos anarquistas y a un ideal que también pertenece a la tradición romántica y modernista. Se intenta mostrar así la diversidad de miradas históricas sobre la cuestión, reuniendo fragmentos escritos por militantes sociales en publicaciones de fin del siglo XIX y princi­pios del XX, junto a otros de origen contracultural que, sin ser estrictamente anarquistas, presentan una sensibilidad libertaria en el tratamiento del tema.

Claro que se encontrarán suficientes acuerdos de fondo. El amor que aquí se llama libre es aquel que cuestiona toda doble moral, hipocresía o cinismo. Como dice René Chaughi en “El matrimonio es inmoral”: si dos personas desean unirse ante un dios, nada hay que criticar. Todo lo contrario: el problema es el carácter hipócrita de quienes aceptan someterse al rito religio­so sin haber pisado una iglesia desde la primera comunión. La mentira pertenece, en esta concepción, al campo del enemigo. El militante anarco-erótico sería, ante todo, un moralista.

Durante mucho tiempo, amor libre fue sinónimo de unión libre: una relación no sujeta a leyes civiles ni religiosas. En épo­cas en las que el matrimonio era indisoluble y el divorcio un horizonte polémico, la libertad de dos personas de unirse con prescindencia de la ley y de separarse “cuando el amor llegue a su fin” era motivo de escándalo pero no contenía necesariamen­te la posterior idea de liberación sexual. Además, era por lo ge­neral una definición de vínculo entre un varón y una mujer, no entre dos o más mujeres ni entre dos o más varones. Esa pro­puesta hoy puede ser vista como una demanda que cuestionaba al matrimonio jurídico y a la moral del siglo XIX pero que, de algún modo, quedaría obsoleta durante la segunda mitad del XX.

No obstante, el amor plural, la camaradería amorosa o el “maridaje comunal” son relatos y prácticas que los anarquistas que más pensaron sobre el tema ya manejaban hace casi ciento cincuenta años como formas de relación en las cuales la expre­sión “amor libre” significa literalmente aquello que hoy sugie­re a nuestros oídos. Los militantes que defendieron esos mode­los intentaron resolver acaso la cuestión más delicada que pue­de plantearse entre dos que se aman: qué hacer cuando aparece el deseo por otros u otras.

A ese deseo se lo puede negar. O puede reconocerse su irrup­ción aunque se utilicen instrumentos de contención o repre­sión. Puede satisfacérselo con encuentros ocasionales prohibi­dos pero intentando autocontrolarse (“no voy a enamorarme”). Mantener una relación paralela clandestina (“es sólo sexo”); o sostener una pareja abierta (“mi compañero lo sabe”); o lan­zarse a experimentar dentro del laboratorio social modos di­versos de intercambio de afectos y atracciones. Como ha dicho Woody Allen, el corazón es un órgano muy flexible.

Si observamos las distintas propuestas de formas innovado-ras de relacionarse, como las comunidades afectivas, el amor entre camaradas libres, el “abrazo polimorfo” o el “beso amorfista”, advertiremos que el grado de ruptura y la origina­lidad temática de estos autores no se destaca únicamente sobre el fondo de época en el que se desplegó su pluralidad de modelos. De hecho, ellos parecen tener vigencia en la medida en que perdure la compulsión bipersonal a entrar en pareja y casarse.

En verdad, sería difícil hallar un período histórico capaz de absorber o asimilar la radicalidad de algunas de estas solucio­nes a los problemas de la vida afectiva. Por ejemplo, la revolu­ción sexual de la segunda mitad del siglo XX no es fácilmente homologable al amor libre, una noción más vieja y más con­tundente. Aunque la contracultura y el liberacionismo de las décadas de 1960-70 tenían influencias anárquicas, la idea de una sexualidad libre también se articuló con ciertos dispositi­vos de poder, incitó al sueño de múltiples intercambios sexua­les sin pagar por ellos (libre en el sentido de free: gratuito) o bien legitimó la posibilidad de cosificar cuerpos acotados como objetos de deseo. Ya el reemplazo de “amor” por “sexo” im­plicó algún grado de pérdida de la inocencia.

En realidad, la noción de amor libre apunta más alto: no a la mera posibilidad de tener múltiples relaciones sexuales sino a la de amar a varias personas al mismo tiempo. Reintroduce la no­ción de camaradería, de compañerismo afectivo. Afirma que se puede querer bien a (querer el bien de) dos o más seres simultá­neamente. Insiste en que uno siempre está amando a varios al mismo tiempo, aunque con diferentes intensidades y propósitos. Apuesta, por lo tanto, a una nueva educación sentimental.

Desde luego, a una idea tan guapa se le pueden excusar sus fragilidades. Éstas se encontrarán en las bases de su misma cons­trucción. El amor libre también se asienta sobre un acuerdo, pacto o modelo de conducta que intenta cabalgar sobre los cambiantes desplazamientos del deseo. Y es difícil llevar la rien­da, manejar, calcular la polifacética naturaleza del flujo que lleva a dos o más cuerpos a unirse o apartarse con la misma inesperada e incontrolada fuerza pasional.

Como lo advirtió Bataille, en el campo de Eros siempre está en juego la disolución de las formas constituidas. La fusión de los amantes, pese a sus promesas de felicidad recíproca, intro­duce la perturbación y el desorden, elevando la atracción a un punto tal que incluso la privación transitoria de la presencia del otro puede llegar a sentirse como una amenaza de muerte. Amar, en cierto sentido, es vivir en el temor de la posible pérdi­da del amado.

Esto es lo que detecta Malatesta. En contra del amor libre como construcción teórica superpuesta artificialmente para reemplazar a la pareja monogámica, el texto del militante obrero y agitador italiano introduce una problematización más pro­funda del vínculo entre amor y libertad. Sin esperanza alguna de que un cambio radical de costumbres elimine las penas de amor, Malatesta recuerda que este sentimiento, para ser satis­fecho, precisa de dos libertades que concuerden y que la reci­procidad es una ilusión desde el momento en que uno puede amar y no ser amado.

Alguien se une a otro por cierta promesa implícita de que ello va a colmar sus necesidades de compañía, goce, conten­ción. La promesa añade que esa satisfacción será (deberá ser) correspondida. Luego, el aferrarse a tales demandas convierte a unos y a otros en poseídos y posesos. Hay proporciones ex­tremas y moderadas de apego, pero es verdaderamente raro encontrar un amor entre seres humanos que no esté atravesa­do por esa obsesión.

Por su parte, en la Enciclopedia Anarquista de Sebastián Faure (ver el anexo “Glosario no monogámico básico”), Jean Marestan reflexiona sobre la conveniencia de que el amor se ennoblezca mediante la inteligencia y se desplace desde la pa­sión hacia sentimientos más dulces y duraderos: el compañe­rismo, la amistad, el cariño, la estima; o sea, afectos más suaves, livianos, lentos o moderados. Allí también se critica el de­seo de posesión que es considerado no un mal en sí mismo sino cuando toma las proporciones extremas de la apropiación y el acaparamiento.

O sea que aquí el amor no es ningún absoluto, ni una esen­cia universal inextinguible como lo sería un dios. Tampoco la libertad, un término relativo si los hay: siempre aparece en re­lación con otra cosa. Se es libre de algo o alguien. Libertad puede significar la ruptura de un mandato conyugal así como un librarse del amor entendido como atracción entre cuerpos. En este último caso, ser libre implicaría atravesar el campo del erotismo quizá para derivar hacia aquello que los cristianos llamaron agapè y los budistas karuna, más un amor-compasión que un amor-pasión, una entrega no egoísta a los otros, un don que se volcaría sobre todos los seres sin distinción. Un amor libre de atracción, posesividad, apego, propiedad. ¿Es posible? Si uno se libra del estar aferrado a una sola persona, ¿podrá sentir ese amor capaz de derramarse sobre todos sin diferen­ciación? ¿No es probable que termine, tarde o temprano, enca­denándose a otro número limitado de objetos del deseo? Son preguntas que precisan ser encaradas si queremos entender mejor los puntos de tensión y equilibrio que presenta la con­flictiva pareja de Eros y Anarquía.

A no dudarlo: en estas páginas se redefine al amor como un gesto que rompe las reglas sociales y económicas. Su fuerza destructora se dirige contra el cálculo, el interés, la manipulación; es decir, contra el mundo de lo profano y lo utilitario. Éstos serían los auténticos obstáculos para una voluntad de sentir que tiende a escapar de toda reglamentación. Los anarquistas del siglo XIX proponían destruir la familia jurídica justamente para que el sentimiento sea más sólido, durable, basado en una convicción interior. Se trataba, en suma, de re­conocer, sincerar los vaivenes de la vida. Esa apuesta por la verdad es lo que convierte al amor libre en un principio esen­cialmente moral.

Sólo resta esperar que la fuerza de los argumentos expues­tos en esta antología ilumine a quienes sospechan, sea por ino­cencia o experiencia, que ninguna forma ideal -ni siquiera la noción de amor libre- podrá colmar las expectativas de felici­dad duradera (“para toda la vida”) de dos o más que se aman, así como ninguna convención, rito o regla aprobada ante testi­gos podrá sujetar por completo al anárquico movimiento de los corazones.

Buenos Aires, Abril de 2006.

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