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Para
defender al principio de amor libre se necesitan dosis parejas de
inocencia y experiencia. Una vez desacralizados el matrimonio, la
familia y la dupla varón-mujer unidos “de por vida”, ¿qué si no la
inocencia puede vincular la libertad al amor, en especial si a éste se
lo entiende como pasión o atracción entre seres de carne y hueso? La
experiencia susurra al oído que la fidelidad es imposible, que la
monogamia es una ilusión y que las leyes del deseo triunfan siempre
sobre las leyes de la costumbre. La inocencia grita que el amor sólo
puede ser libre, que la pluralidad de afectos es un hecho y que el deseo
obedece a un orden natural, anterior y superior a todo mandato social
establecido.
Podría suponerse que inocencia equivale a
ingenuidad, así como experiencia a cinismo. Pero varios de los autores
reunidos en esta antología intuyeron que la emulsión resultante de la
fórmula “amor-libertad” es mucho más compleja. Nunca hubo algo más
difícil que ser libertario en las cuestiones de amor. Se puede serlo
ante la autoridad, el trabajo o la propiedad, pero ante los vaivenes
del corazón no hay principio, norma o idea que se sostenga firme en su
sitio. ¿Hay alguien más parecido a un esclavo que un enamorado?
En
tiempos de relativa paz (es decir, sin guerras nacionales, civiles o
religiosas declaradas), los celos son las causa primera de homicidios.
En nombre del amor, el ser humano mata, posee y somete a sus
semejantes, al tiempo que es poseído por una fuerza o potencia que
irrumpe no se sabe bien de dónde y lo arrastra hacia algún destino
imposible de vaticinar. La posesión es la antítesis de la libertad.
¿Cómo uno puede ser verdaderamente libre cuando ama? Sólo mediante una
reinvención de la palabra amor.
Eros es el antiguo
nombre de esa potencia. Antes de que adquiriese el carácter sentimental
personificado en un joven hermoso, hijo de Afrodita y de padre incierto
(Hermes, Ares o el propio Zeus), que volaba con alas doradas y disparaba
flechas a los corazones, era una fastidiosa fuerza aérea de la
naturaleza que, como la vejez o las plagas, debía ser controlada para
que no perturbase el funcionamiento social. Se supone que fue el primero
de los dioses, ya que, sin él, ningún otro habría nacido. De todas
maneras, siempre fue demasiado irresponsable como para formar parte de
la hegemónica familia de los Doce olímpicos.
Podemos imaginar
distintos acuerdos y conflictos en la hipotética unión entre Eros y
Anarquía, sobre todo si a esta última no la entendemos sólo como un
orden social caracterizado por la ausencia de Estado. Se ha argumentado
que an-arché es el rechazo de todo principio inicial o causa primera, de
todo origen único y absoluto: “La causa primera nunca existió, nunca
pudo existir… La causa primera es una causa que en sí misma no tiene
causa o que es causa de sí misma” (Bakunin). Se ha descrito a la energía
anárquica como un caos ciego de impulsos autónomos, así como una
construcción voluntaria de formas asociativas entre fuerzas que luchan
por afirmarse y reconocerse sin disolver las diferencias que las oponen
(Proudhon). En vez de un modelo político utópico situado al final de
los tiempos, se trataría de una potencia abierta a la creación
constante de individuaciones (Simondon), acaso relacionada con la
ancestral idea griega de apeiron que usó Anaximandro para describir ese
fondo indefinido e indeterminado a partir del cual surgen sin cesar los
seres individuales. Que este principio sin principio pueda unirse
felizmente y sin peleas conyugales con aquel dios alado es algo que aún
está por verse.
Por cierto, los autores aquí presentados no
tienen una opinión única u homogénea sobre la pareja de Eros y Anarquía
ni sobre su hijo legítimo: el amor libre. Por ejemplo: mientras que
para Cardias -iniciador del experimento conocido como Colonia Cecilia
en el Brasil del siglo XIX- el adulterio es la forma más indigna de ese
amor, para Roberto de las Carreras la figura del Amante es bandera de
lucha contra el matrimonio burgués, según el panfleto publicado en
Montevideo en 1902, en el cual el autor relata cómo descubre a su propia
mujer en brazos de otro hombre y, en vez de sentirse traicionado,
exalta a la adúltera como la mejor alumna de su enseñanza
erótico-libertaria.
Hemos titulado El amor libre a esta
heterogénea -y mayormente heterosexual- selección de textos como
homenaje a un título ya clásico de libros y artículos anarquistas y a
un ideal que también pertenece a la tradición romántica y modernista. Se
intenta mostrar así la diversidad de miradas históricas sobre la
cuestión, reuniendo fragmentos escritos por militantes sociales en
publicaciones de fin del siglo XIX y principios del XX, junto a otros
de origen contracultural que, sin ser estrictamente anarquistas,
presentan una sensibilidad libertaria en el tratamiento del tema.
Claro
que se encontrarán suficientes acuerdos de fondo. El amor que aquí se
llama libre es aquel que cuestiona toda doble moral, hipocresía o
cinismo. Como dice René Chaughi en “El matrimonio es inmoral”: si dos
personas desean unirse ante un dios, nada hay que criticar. Todo lo
contrario: el problema es el carácter hipócrita de quienes aceptan
someterse al rito religioso sin haber pisado una iglesia desde la
primera comunión. La mentira pertenece, en esta concepción, al campo del
enemigo. El militante anarco-erótico sería, ante todo, un moralista.
Durante
mucho tiempo, amor libre fue sinónimo de unión libre: una relación no
sujeta a leyes civiles ni religiosas. En épocas en las que el
matrimonio era indisoluble y el divorcio un horizonte polémico, la
libertad de dos personas de unirse con prescindencia de la ley y de
separarse “cuando el amor llegue a su fin” era motivo de escándalo pero
no contenía necesariamente la posterior idea de liberación sexual.
Además, era por lo general una definición de vínculo entre un varón y
una mujer, no entre dos o más mujeres ni entre dos o más varones. Esa
propuesta hoy puede ser vista como una demanda que cuestionaba al
matrimonio jurídico y a la moral del siglo XIX pero que, de algún modo,
quedaría obsoleta durante la segunda mitad del XX.
No obstante,
el amor plural, la camaradería amorosa o el “maridaje comunal” son
relatos y prácticas que los anarquistas que más pensaron sobre el tema
ya manejaban hace casi ciento cincuenta años como formas de relación en
las cuales la expresión “amor libre” significa literalmente aquello que
hoy sugiere a nuestros oídos. Los militantes que defendieron esos
modelos intentaron resolver acaso la cuestión más delicada que puede
plantearse entre dos que se aman: qué hacer cuando aparece el deseo por
otros u otras.
A ese deseo se lo puede negar. O puede reconocerse
su irrupción aunque se utilicen instrumentos de contención o
represión. Puede satisfacérselo con encuentros ocasionales prohibidos
pero intentando autocontrolarse (“no voy a enamorarme”). Mantener una
relación paralela clandestina (“es sólo sexo”); o sostener una pareja
abierta (“mi compañero lo sabe”); o lanzarse a experimentar dentro del
laboratorio social modos diversos de intercambio de afectos y
atracciones. Como ha dicho Woody Allen, el corazón es un órgano muy
flexible.
Si observamos las distintas propuestas de formas
innovado-ras de relacionarse, como las comunidades afectivas, el amor
entre camaradas libres, el “abrazo polimorfo” o el “beso amorfista”,
advertiremos que el grado de ruptura y la originalidad temática de
estos autores no se destaca únicamente sobre el fondo de época en el que
se desplegó su pluralidad de modelos. De hecho, ellos parecen tener
vigencia en la medida en que perdure la compulsión bipersonal a entrar
en pareja y casarse.
En verdad, sería difícil hallar un período
histórico capaz de absorber o asimilar la radicalidad de algunas de
estas soluciones a los problemas de la vida afectiva. Por ejemplo, la
revolución sexual de la segunda mitad del siglo XX no es fácilmente
homologable al amor libre, una noción más vieja y más contundente.
Aunque la contracultura y el liberacionismo de las décadas de 1960-70
tenían influencias anárquicas, la idea de una sexualidad libre también
se articuló con ciertos dispositivos de poder, incitó al sueño de
múltiples intercambios sexuales sin pagar por ellos (libre en el
sentido de free: gratuito) o bien legitimó la posibilidad de cosificar
cuerpos acotados como objetos de deseo. Ya el reemplazo de “amor” por
“sexo” implicó algún grado de pérdida de la inocencia.
En
realidad, la noción de amor libre apunta más alto: no a la mera
posibilidad de tener múltiples relaciones sexuales sino a la de amar a
varias personas al mismo tiempo. Reintroduce la noción de camaradería,
de compañerismo afectivo. Afirma que se puede querer bien a (querer el
bien de) dos o más seres simultáneamente. Insiste en que uno siempre
está amando a varios al mismo tiempo, aunque con diferentes intensidades
y propósitos. Apuesta, por lo tanto, a una nueva educación sentimental.
Desde
luego, a una idea tan guapa se le pueden excusar sus fragilidades.
Éstas se encontrarán en las bases de su misma construcción. El amor
libre también se asienta sobre un acuerdo, pacto o modelo de conducta
que intenta cabalgar sobre los cambiantes desplazamientos del deseo. Y
es difícil llevar la rienda, manejar, calcular la polifacética
naturaleza del flujo que lleva a dos o más cuerpos a unirse o apartarse
con la misma inesperada e incontrolada fuerza pasional.
Como lo
advirtió Bataille, en el campo de Eros siempre está en juego la
disolución de las formas constituidas. La fusión de los amantes, pese a
sus promesas de felicidad recíproca, introduce la perturbación y el
desorden, elevando la atracción a un punto tal que incluso la privación
transitoria de la presencia del otro puede llegar a sentirse como una
amenaza de muerte. Amar, en cierto sentido, es vivir en el temor de la
posible pérdida del amado.
Esto es lo que detecta Malatesta. En
contra del amor libre como construcción teórica superpuesta
artificialmente para reemplazar a la pareja monogámica, el texto del
militante obrero y agitador italiano introduce una problematización más
profunda del vínculo entre amor y libertad. Sin esperanza alguna de que
un cambio radical de costumbres elimine las penas de amor, Malatesta
recuerda que este sentimiento, para ser satisfecho, precisa de dos
libertades que concuerden y que la reciprocidad es una ilusión desde el
momento en que uno puede amar y no ser amado.
Alguien se une a
otro por cierta promesa implícita de que ello va a colmar sus
necesidades de compañía, goce, contención. La promesa añade que esa
satisfacción será (deberá ser) correspondida. Luego, el aferrarse a
tales demandas convierte a unos y a otros en poseídos y posesos. Hay
proporciones extremas y moderadas de apego, pero es verdaderamente raro
encontrar un amor entre seres humanos que no esté atravesado por esa
obsesión.
Por su parte, en la Enciclopedia Anarquista de
Sebastián Faure (ver el anexo “Glosario no monogámico básico”), Jean
Marestan reflexiona sobre la conveniencia de que el amor se ennoblezca
mediante la inteligencia y se desplace desde la pasión hacia
sentimientos más dulces y duraderos: el compañerismo, la amistad, el
cariño, la estima; o sea, afectos más suaves, livianos, lentos o
moderados. Allí también se critica el deseo de posesión que es
considerado no un mal en sí mismo sino cuando toma las proporciones
extremas de la apropiación y el acaparamiento.
O sea que aquí el
amor no es ningún absoluto, ni una esencia universal inextinguible como
lo sería un dios. Tampoco la libertad, un término relativo si los hay:
siempre aparece en relación con otra cosa. Se es libre de algo o
alguien. Libertad puede significar la ruptura de un mandato conyugal así
como un librarse del amor entendido como atracción entre cuerpos. En
este último caso, ser libre implicaría atravesar el campo del erotismo
quizá para derivar hacia aquello que los cristianos llamaron agapè y los
budistas karuna, más un amor-compasión que un amor-pasión, una entrega
no egoísta a los otros, un don que se volcaría sobre todos los seres sin
distinción. Un amor libre de atracción, posesividad, apego, propiedad.
¿Es posible? Si uno se libra del estar aferrado a una sola persona,
¿podrá sentir ese amor capaz de derramarse sobre todos sin
diferenciación? ¿No es probable que termine, tarde o temprano,
encadenándose a otro número limitado de objetos del deseo? Son
preguntas que precisan ser encaradas si queremos entender mejor los
puntos de tensión y equilibrio que presenta la conflictiva pareja de
Eros y Anarquía.
A no dudarlo: en estas páginas se redefine al
amor como un gesto que rompe las reglas sociales y económicas. Su fuerza
destructora se dirige contra el cálculo, el interés, la manipulación;
es decir, contra el mundo de lo profano y lo utilitario. Éstos serían
los auténticos obstáculos para una voluntad de sentir que tiende a
escapar de toda reglamentación. Los anarquistas del siglo XIX proponían
destruir la familia jurídica justamente para que el sentimiento sea más
sólido, durable, basado en una convicción interior. Se trataba, en suma,
de reconocer, sincerar los vaivenes de la vida. Esa apuesta por la
verdad es lo que convierte al amor libre en un principio esencialmente
moral.
Sólo resta esperar que la fuerza de los argumentos
expuestos en esta antología ilumine a quienes sospechan, sea por
inocencia o experiencia, que ninguna forma ideal -ni siquiera la noción
de amor libre- podrá colmar las expectativas de felicidad duradera
(“para toda la vida”) de dos o más que se aman, así como ninguna
convención, rito o regla aprobada ante testigos podrá sujetar por
completo al anárquico movimiento de los corazones.
Buenos Aires, Abril de 2006.
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