Antes de exponer el punto de vista individualista-anarquista frente a la
cuestión “sexual”, es necesario ponerse de acuerdo sobre la expresión
libertad. Se sabe que la libertad no podría ser un fin, ya que no hay
libertad absoluta; como tampoco hay verdad general, prácticamente
hablando; no existen sino libertades particulares, individuales. No es
posible escapar a ciertas contingencias. No se puede ser libre, por
ejemplo, de no respirar, de no asimilarse y desasimilarse... La
Libertad, como la Verdad, la Pureza, la Bondad, la Igualdad, etc., no es
más que una abstracción. Luego, una abstracción no puede ser un
objetivo.
Considerada, al contrario, desde un punto de
vista particular, dejando de ser una abstracción, tornándose una vía,
un medio, la libertad se comprende.
En este sentido, se
reclama la libertad de pensar, es decir, de poder, sin ningún obstáculo
exterior, expresar de palabra o por escrito los pensamientos de la forma
que se presenten ante el espíritu.
Vida intelectual,
vida artística, vida económica, vida sexual: los individualistas
reclaman para ellas la libertad de manifestarse plenamente, según los
individuos, a tenor de la libertad de los individuos, fuera de las
concepciones legalistas y de los prejuicios de orden religioso o civil.
Reclaman para ellas, consideradas cual inmensos ríos, por donde se
vierte la actividad humana, que puedan resbalar sin ningún obstáculo;
sin que las esclusas del “moralismo” y del tradicionalismo atormenten o
enloden su caudal. Mejor que éstos son las libertades con sus errores
impetuosos, con sus nerviosos sobresaltos, con sus impulsivos malos
efectos de retroceso. Entre la vida al aire libre y la vida de bodega,
elegimos la vida al aire libre.
Los individualistas han
rendido un merecido servicio a los que quieren conquistar la libre
discusión de las cuestiones sexuales, extendiendo las nociones de
libertad sexual y de amor libre, sin que por ello creyeran haber
descubierto el amor libre: desde tiempos inmemoriales, el coito ha sido
practicado extramoralmente y extralegalmente; hubo esposas que tuvieron
amantes y maridos que tuvieron queridas.
Los
individualistas no quieren codificar el amor en un sentido o en otro.
Tratan la cuestión sexual como un capítulo de historia natural. Después
de haber demostrado que el amor era tan analizable como cualquier otra
facultad humana, reivindican para cada uno la absoluta facultad de
adherirse a la tendencia amorosa que pueda responder mejor a su
temperamento, favorecer su desarrollo y corresponder a sus
aspiraciones.
Así, pues, los constituyentes de una
pareja dada pueden permanecer unidos toda su vida a la costumbre
monógama, como una puede practicar la unicidad y la otra la pluralidad.
Puede suceder que, después de cierto tiempo, la unidad en amor aparezca
preferible a la pluralidad, y viceversa. La existencia de experiencias
amorosas simultáneas puede comprenderse tanto mejor cuanto que de
experiencia a experiencia los grados de sensación morales, afectivas o
voluptuosas, varían a veces hasta el punto en que puede deducirse que
ninguna se parece a las que la precedieron o se siguen paralelamente.
Son solamente cuestiones individuales, y nada más. Tal es el punto de
vista individualista.
El amor libre comprende -y la
libertad sexual implica- una serie de variedades adaptables a los
diversos temperamentos amorosos o afectivos: constantes, volátiles,
tiernos, apasionados, voluptuosos, etc. Y reviste una multitud de
formas, variando desde la monogamia simple a la pluralidad simultánea:
parejas pasajeras o duraderas; hogares de más de dos,
poligínicos-poliándricos; uniones únicas o plurales, ignorando la
cohabitación; afecciones centrales basadas sobre afinidades de orden más
bien sentimental o intelectual, en torno de las cuales gravitan
amistades, relaciones de un carácter más sensual, más voluptuoso, más
caprichoso; no miran los grados de parentesco y admiten muy bien que un
lazo sexual pueda unir también parientes muy cercanos; lo que importa es
que cada cual encuentre en ello su parte; y, como la voluptuosidad y la
ternura son aspectos de la alegría del vivir, que todos vivan con
plenitud su vida sexual o sentimental, haciendo dichoso a otro en torno
suyo. El individualista no desea otra cosa.
Hay gente
que no acierta a comprender cómo un hombre llegado a edad madura pueda
enamorarse de una joven. O, recíprocamente, que una joven pueda
enamorarse de un hombre llegado al otoño de su vida. Es un prejuicio.
Hay años en los que el otoño es tan bello que hace reflorecer los
árboles. Así es también con ciertos seres humanos, que poseen un
temperamento amoroso hasta la penúltima aurora de su existencia, la
cual no cede a su primera juventud ni la espontaneidad ni la frescura.
Un ser llegado a su otoño puede poseer dones naturales que engendren la
seducción; por ejemplo, ser atrayente debido a un pasado aventurero y
fuera de lo ordinario.
Los que han experimentado y
sentido mucho en el dominio de la sensualidad sexual están,
indudablemente, más calificados para iniciar a los jóvenes porque,
generalmente, proceden con una delicadeza y una suavidad que ignora la
fogosidad de la adolescencia.
Por otra parte, las
necesidades sexuales son más imperiosas en ciertos períodos de la vida
individual que en otros: existen estadios de la existencia personal
durante los cuales la ternura y el arraigo son de un más alto valor que
el de la pura satisfacción sensual. La observación de todos estos
matices es la que constituye el amor libre aplicado, la práctica de la
libertad sexual. Como todas las fases de la vida individualista, el amor
libre, la libertad sexual, son una experiencia de la que cada uno
extrae las conclusiones que mejor convienen a su propia emancipación.
No
he llegado a las ideas que expongo sin haber reflexionado larga y
profundamente. Ni la pareja ni la familia me parecen aptos, bien
convencido estoy, para desarrollar la concepción anarquista de la vida.
La familia es un Estado en pequeño hasta cuando los padres son
anarquistas; con mucha más razón cuando no lo es más que uno de ellos, y
cuando los chicos se ven sometidos a un contrato muy parecido al
social, un con-trato impuesto. No niego que la cuestión es ardua y
delicada en exceso; pero admitidas las mejores condiciones, la
convivencia constante en un mismo medio familiar crea en la criatura
una disposición de hábito, una adquisición de costumbres, la práctica de
una cierta rutina ética cuyos residuos conserva por mucho tiempo y que
salen al paso de su formación autónoma. Bien raro es el medio familiar
en que al niño no se lo haga doblegarse a la mentalidad media, o hacer
como que se doblega, que es aún peor.
Lo mismo ocurre
con la pareja que ignora “los amores laterales”, cuyos constituyentes
terminan por compenetrarse en la manera de ver las cosas, de sentir,
hasta en las manías de uno y otro. Aquí su individualidad desaparece, su
personalidad se anonada, se quedan sin iniciativa propia.
Yo
no niego -nadie ha habido que lo niegue- que la monogamia no convenga a
ciertos -pongamos muchos- temperamentos. Mas basándome en el estudio
profundo que de estas cuestiones tengo hecho, me reservo proclamar que
la monogamia o la monoandria empobrecen la personalidad sentimental,
estrechan el horizonte analítico y el campo de adquisición de la unidad
humana.
Oigo decir que la monogamia es superior a otra
forma cualquiera de unión sexual. Diferente, sí; superior, no. La
historia nos muestra que los pueblos no monógamos en nada ceden, en
cuanto a literatura o ciencia se refiere, a los monógamos. Los griegos
eran disolutos, incestuosos, homosexuales, enaltecían la cortesana.
Veamos la obra artística y filosófica que realizaron. Comparemos la
producción arquitectónica y científica de los árabes polígamos con la
ignorancia y la tosquedad de los cristianos monógamos de la misma época.
Además,
no es cierto como se presume que la monogamia o la monoandria sean
naturales. Son artificiales, por el contrario. En donde quiera que sea,
si el arquismo no interviene (el arquismo, es decir, la ley y la
policía) ni impone su severidad, hay impulso a la promiscuidad sexual.
Representémonos las bacanales, saturnales, florales de la Antigüedad
-fiestas carnavalescas medioevales, kermesses flamencas, clubs eróticos
del siglo de los enciclopedistas-, verbenas contemporáneas. Reacciones
que pueden o no gustarme, pero reacciones al fin.
Los
sentimientos se hallan sujetos a enfermedades, al igual que todas las
facultades o funciones, lesionadas o desgastadas. La indigestión es una
enfermedad de la función nutritiva, llevada al exceso. El cansancio es
el “surmenage” producido por el ejercicio. La tisis pulmonar es la
enfermedad del pulmón lesionado. El sacrificio es la ampliación de la
abnegación. El odio es, a menudo, una enfermedad del amor. Los celos,
otra.
El nacionalismo, el chauvinismo o la patriotería,
la belicosidad, la explotación y la dominación se encuentran en germen
en los celos, en el acopio, en el exclusivismo amoroso, en la fidelidad
conyugal. La moralidad sexual aprovecha siempre a los partidos
retrógrados, al conservadorismo social. Moralismo y autoritarismo están
enlazados uno a otro como la hiedra al roble.
En una
novela utópica de M. Georges Delbruck, En el país de la armonía, uno de
los personajes, una mujer, define los celos en términos lapidarios:
“Para el hombre, afirma ella, el don de la mujer implica la posesión de
dicha mujer, el derecho de dominarla, de apalear su libertad, la
monopolización de su amor, la interdicción de amar a otro; el amor sirve
de pretexto al hombre para legitimar su necesidad de dominio; esta
falta de concepción del amor está de tal forma anclada entre los
civilizados que no dudan en pagar con su libertad la posibilidad de
destruir la libertad de la mujer que pretenden amar”. Este cuadro es
exacto, pero se aplica tanto a la mujer como al hombre. Los celos de la
mujer son tan monopolizadores como los del hombre.
El
amor tal y como lo entienden los celosos es, por consiguiente, una
categoría del arquismo. Es una monopolización de los órganos sexuales,
palpables, de la piel y del sentimiento de un humano en provecho de
otro, exclusivamente. El estatismo es la monopolización de la vida y de
la actividad de los habitantes de toda una comarca en provecho de los
que la administran. El patriotismo es la monopolización en provecho de
la existencia del Estado, de las fuerzas vivas humanas, de todo un
conjunto territorial. El capitalismo es la monopolización a beneficio de
un pequeño número de privilegiados, en cuya posesión se encuentran las
máquinas y los géneros necesarios a la vida, de todas las energías y
facultades productoras del resto de los hombres.
La
monopolización estatista, religiosa, patriótica, capitalista, etc.,
está en germen en los celos, pues es evidente que éstos han precedido
las dominaciones política, religiosa, capitalista.
A los
celosos convencidos que afirman que los celos son una función del amor,
los individualistas recordarán que, en su sentido más elevado, el amor
puede también consistir en querer, por encima de todo, la dicha de
quien se ama, en querer hallar alegría en la realización al máximo de la
personalidad del objeto amado. Este razonamiento, este pensamiento, en
quienes lo alimentan, termina casi siempre por curar los “celos
sentimentales”.
En amor, como en todo lo demás, sólo es
la abundancia lo que aniquila los celos y la envidia. De la misma forma
que la satisfacción intelectual se deriva de la abundancia cultural
puesta a la disposición del individuo; del mismo modo que aplacar el
hambre se deduce de la abundancia de alimento puesto a la disposición
del individuo..., la eliminación de los celos depende de la
“abundancia” sensual y sentimental que pueda reinar en el medio en donde
el individuo se desenvuelve.
¿Y de qué forma se
aderezará esta abundancia para que nadie sea dejado a un lado, puesto
aparte, “sufra”, por así decirlo? He aquí la cuestión que ha de
resolverse. En su Teoría Universal de la Asociación, Fourier lo tenía
resuelto constituyendo el matrimonio de tal forma “que cada uno de los
hombres pueda tener todas las mujeres y cada una de las mujeres todos
los hombres”.
Ése es el remedio para los celos, el
exclusivismo sentimental o la apropiación sexual, remedio que yo
resumiré en esta fórmula tomada a Platón: “Todos a todas, todas a
todos”. ¿Podrá este remedio conciliarse con los principios del
individualismo anarquista, convenir a individualistas?
Mi
respuesta es que conviene ciertamente a los individualistas prestos,
para tomar una expresión de Stirner, perder algo de su libertad para que
se afirme su individualidad. ¿Qué persiguen asociándose, en el dominio
sentimental sexual, un número dado de individualistas? ¿Será aumentar,
mantener o reducir más y más el sufrimiento? Si lo que persiguen es este
último fin, si es en la desaparición del sufrimiento donde se afirma su
individualidad de asociados, en la esfera que nos ocupa, el amor
perderá gradualmente su carácter pasional para llegar a ser una simple
manifestación de compañerismo; el monopolio, la arbitrariedad, el reparo
a darse desaparecerán cada día más, haciéndose cada vez más raros. Ésa
es la camaradería amorosa.
¿Qué se entiende por
camaradería amorosa? Una concepción de asociación voluntaria englobando
las manifestaciones amorosas, los gestos pasionales o voluptuosos. Es
una comprensión más completa del compañerismo que la sola camaradería
intelectual o económica. Nosotros no decimos que la camaradería amorosa
es una forma más elevada, más noble, más pura; decimos simplemente que
es una forma más completa de compañerismo. Toda camaradería que
comprende tres, dígase lo que se quiera, es más completa que la que sólo
comprende dos.
Practicar la camaradería amorosa quiere
decir para mí ser un camarada más íntimo, más completo, más próximo. Y
por el mero hecho de estar ligado por la práctica de la camaradería
amorosa con el que es tu compañero, tu compañera, tú serás para mí -su
compañera o su compañero- una o un camarada más cercano, más alter ego,
más querido. Entiendo, además, que esto significa servirme de la
atracción sexual como de una palanca de compañerismo más amplia, más
acentuada. Tampoco he dicho nunca que esta ética estuviese al alcance
de todas las mentalidades.
Se nos dice que es necesario
indicar a qué puerto ha de ir a parar el individuo que se lanza al
océano de la diversidad de las formas de vida sentimental o sexual; el
medio anarquista individualista al que yo pertenezco sustenta otro punto
de vista. Pensamos nosotros que es a posteriori y no a priori, según
la experiencia, la comparación, el examen personal, que el
individualista debe decidirse por una forma de vida sexual antes que por
otra. Nuestra iniciativa y criterio existen para que nos sirvamos de
ellos sin dejarnos disminuir por la diversidad o pluralidad de las
experiencias. La tentativa, el ensayo, la aventura no nos da miedo.
Embarcarse lleva consigo riesgos que conviene calcular; hay que mirar
bien de frente antes de tomar el barco. Una vez sobre el mar, ya veremos
bien por dónde empuja el viento; lo esencial es que fijemos los ojos en
la brújula a fin de quedar con la completa lucidez, aptos siempre a
“faire le point”. Calcular dónde estamos. Consideramos la vida como una
experiencia, y la experiencia por la experiencia queremos.
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