El futuro esposo se dirige al padre y a la madre y les pide permiso para acostarse con su hija. Esto es ya de un gusto dudoso. ¿Qué responden los padres? Deseosos de asimilar su hija a esas damas tan necias, ridículas y distinguidas como ricas, quieren conocer el contenido de su portamonedas, su situación en el mundo, su porvenir; en una palabra, saber si es un tonto serio. No hay otra expresión mejor para calificar a este tratante.
Veamos a nuestro joven aceptado. No pensemos que la serie de inmoralidades está cerrada: no hace más que comenzar. Desde luego, cada uno va en busca de su notario, y tienen principio, entre las dos partes, largas y agrias discusiones de comerciante en las que cada uno quiere recibir mucho más de lo que da; dicho de otro modo: en las que cada uno trata de hacer su negocio. La poca inclinación que los dos jóvenes pueden sentir el uno por el otro, los padres parecen empeñarse en desvanecerla, emporcándola y ahogándola bajo sórdidas preocupaciones de lucro. Después vienen las amonestaciones en las que se hace saber, a son de trompetas, que en tal fecha el señor “X” fornicará, por primera vez, con la señorita “Y”.
Pensando en estas cosas, uno se pregunta cómo es posible que una muchacha reputada y púdica pueda soportar todo esto sin morirse de vergüenza. Pero es, sobre todo, el día de la boda, con sus ceremonias y costumbres absurdas, lo que encuentro profundamente inmoral y, digámoslo en una palabra, obsceno. Aparece la prometida arreglada -como los antiguos adornaban a las víctimas antes de inmolarlas sobre el altar- con vestimentas ridículas; esa ropa blanca y esas flores de azahar forman un símbolo completamente fuera de lugar: fijan la atención sobre el acto que se va a realizar y se hacen insistentes de una manera vergonzosa.
¿Hablaré de los invitados? ¿De su modo de vestir tan pretenciosamente abobado, sus arreos tan risibles como enfáticos, sus maneras pomposas y tontas, sus juegos de una fealdad extraordinaria? ¿Enumeraré todas estas gentes estiradas, empomadas, acicaladas, enfileradas, apretadas, rizadas, embutidas en sus vestimentas, los pies magullados en estrechas botinas, las manos comprimidas por los guantes, el cogote molido por el cuello postizo; todo este mundo preocupado de no ensuciarse, ansioso de engullir, “hambrones”, como les dice el poeta, venidos con la esperanza de procurarse una de esas comidas que forman época en la existencia de un hombre gorrón?
¿Cómo pueden dos jóvenes resolverse, sin repugnancia, a comenzar su dicha ante una decoración tan abominablemente grotesca, a realizar su amor entre estas máscaras y en medio de tan asquerosas caricaturas?
En la calle se corre para verlos: totalmente son cómicos; las comadres asoman a las puertas, los chiquillos gritan y corren. Cada uno procura ver a la desposada: los hombres con ojos de codicia, las mujeres con miradas denigrantes; y, por todo, se oyen soeces alusiones a la noche nupcial, frases de doble sentido que dejan entender -¡oh, tan discretamente!- que el esposo no pasará mal rato. Y ella, pobre muchacha, el dulce cordero, causa y fin de tan estúpidas bromas, cuyas tres cuartas partes llegan a sus oídos, sin duda alguna, ¿se esconde en un rincón del carruaje, tras la obesidad propicia de sus padres? ¡Oh, no! Ella, entronizada descaradamente en su carruaje, se asoma a la ventanilla sonriente para atraer la atención de la multitud. Y lo que la vuelve radiante de alegría, mucho más que el amor del prometido y la legítima satisfacción fisiológica, es considerarse mirada y envidiada; es poder eclipsar -aunque no sea más que por un día- a las peor vestidas, burlarse de sus antiguas amigas que permanecen solteras, crear en torno de sí celos y tristezas, en fin, ostentar esa ropa impúdica que la ofrece a las risas del público y debían llenarla de vergüenza. Bien considerado, todo esto es de un cinismo que subleva.
Después, en la alcaldía, donde oficia un señor cualquiera, sin otro prestigio que la ostentación de una banda azul, blanca y roja. Tras la desolante lectura de algunos artículos de un código idiota, humillante e insultante para la dignidad de los dos seres a quienes se aplican, el individuo de la banda patriótica pronuncia una elocución vulgar, pedestre, y todo está terminado. He ahí nuestros dos héroes unidos definitivamente. Sin esa algarabía preliminar, la fornicación de esta noche habría sido una cosa impropia y criminal; pero gracias, sin duda, a las palabras mágicas del hombre de la banda tricolor, ese mismo acto es una cosa sana y normal... ¡Qué digo!, un deber social. ¡Oh, misterio ante el cual aquello de la Trinidad no es más que un juego de niños!
Por mi parte hubiera creído todo lo contrarío. Me parece que un joven y una muchacha que por primera vez se deciden a ejecutar el acto sexual, antes hubieran procurado evitar la publicidad. El acto sexual, aun efectuado de incógnito, no deja de producir molestias; con mayor motivo ante testigos. Parece que esto es inmoral, y que lo moral, noble y delicado es ir a hacer confidencias a un cagatintas gracioso, obtener un permiso, hacerse inscribir y numerar en un registro, como los caballos de carrera cuya descendencia se vigila o el rebaño que se cruza sabiamente.
¿Cómo no ver que si el Estado requiere estas formalidades ultrajantes es sólo por propio interés, a fin de no perder de vista a sus contribuyentes, de conservarlos en el espíritu de obediencia y de poder echar mano fácilmente sobre los futuros vástagos? Es preciso estar inscrito en alguna parte; y si no es en la Alcaldía, será en la Prefectura de Policía. En lista, siempre en lista; no escapamos. El matrimonio es un medio de esclavizar más a los hombres. Defendedle, pues, como instrumento de dominación, como sostén del orden actual si queréis. Pero no habléis de moral.
El cortejo se forma para ir a la iglesia. La sanción que el matrimonio civil no ha podido otorgar a la unión de dos jóvenes, ¿la dará el matrimonio religioso? Sí, si ellos creen en un Dios y ven en el sacerdote su representante terrestre. En tal caso nada hay que decir. Esto admitido, puede admitirse encima todo cuanto se quiera, y es preciso no extrañarse de nada.
Pero no ocurre así la mayoría de las veces. Algunos no ponen los pies en ninguna iglesia después de la primera comunión. Y si entran hoy, es para hacer como los demás: por conveniencia y, sobre todo, para que la ceremonia sea más bella, la fiesta más completa; para ejecutar su ejercicio ante una luz más viva aún, más brillante.
Durante la misa, las damas murmuran, secretean, ordenando los pliegues de sus vestidos, procurando hacer valer sus gracias y salpicándose mutuamente, haciendo carantoñas bajo las miradas libidinosas de los hombres. Éstos, mirando de soslayo, lanzan frases gordas, sintiendo impaciencia por cargar con tales mujeres. Y mientras el cura con cara socarrona amonesta a los nuevos esposos, el sacristán ataca a los bolsillos de los asistentes.
Los jóvenes esposos han comenzado su unión mintiéndose a sí mismos y mintiendo a los demás, aceptando una fe que no es la suya, prestando el apoyo de su ejemplo a creencias que ellos juzgan quizá perjudiciales, seguramente erróneas y de las que se reirán entre bastidores. Este bonito debut de existencia en la mentira y la hipocresía parece ser la sanción definitiva de su unión, el sello misterioso que la proclama santa e irrevocable. Esta moral es para nosotros el colmo de la inmoralidad. Guardaos de ella.
Una vez hartos los invitados, toman de nuevo los coches, a fin de exhibirse por última vez ante el público: “Miren bien a la desposada vestida de blanco, señoras y caballeros; todavía es pura; pero esta noche dejará de serlo. Es aquel joven gallardo quien se encarga de ello. Séquense los ojos, que nada cuesta”. Por un momento se los invitará a palpar. Todos los viandantes se animan ante la vista de esta bestia curiosa... que sueñan poseer. ¿De cuánta inconciencia debe estar dotada una muchacha para aguantar eso sin saltarle el corazón?
La jornada, tan bien comenzada, acaba aún mejor. Se preludia el ayuntamiento de cuerpos, por medio de una costumbre gráfica general. Algunos, en vista de la boda, ayunan muchos días. Se atiborran. El exceso de nutrición y de vinos hincha el rostro, inyecta los ojos, embrutece más los cerebros; los estómagos se congestionan y también los bajo vientres. En un acuerdo tácito, todos los pensamientos convergen hacia la obra de reproducción; las conversaciones se vuelven genitales. Con velada frase se reproduce la buena picardía de nuestros padres; toda la deliciosa pornografía que floreció bajo el sol de Francia triunfa de nuevo. Las risas se mezclan a los eructos de la digestión penosa. Y todos los ojos acechan ávidamente la sofocación creciente de las mejillas de la esposa. En vano. La casta muchacha de frente pura parece tan desahogada ante esta ignominia como un viejo senador en una casa de citas. No chista. Y gracias que a los postres no venga algún cuplé picaresco a excitar de nuevo el erotismo de los convidados y se haga necesario, en casa de la desposada, un simulacro de confusión. Parece como que se quiere envilecer, a los ojos de los nuevos esposos, la función por la cual se han unido; parece que quieren volverla más bestial de lo que ella es en sí, como si fuese necesario que su realización se acompañe de una indigestión, como si fuese indispensable que una tan delicada e importante revelación se inaugurase ante una asamblea de borrachos.
¡Ah! Mira, desgraciada, mira todas estas gentes honradas que devuelven por la boca el exceso de comida con que se atragantaron. Éstas son las personas virtuosas que profesan una moral rígida. Están casados también; sus juergas han recibido la sanción legal y el sello divino; también los monos deformes que ellos engendran son de una cualidad superior a la de los demás. Míralos: éste de aquí tiene toda una progenitura en la ciudad; el otro se hace fabricar sus herederos por el vecino de encima; el señor y la señora “X” se arañan diariamente; aquéllos están separados, éstos divorciados; este vejete compró a buen precio a esa hermosa muchacha; este joven se casó con esa vieja por su dinero; en cuanto a aquel matrimonio de allá, todos saben que prospera, a pesar de ser tenido por modelo, gracias a las escapadas de la esposa y a los ojos, complacientemente cerrados, del marido. Y es, quizás, el menos repugnante de todos, puesto que, al menos, esos dos se entienden perfectamente. Pero todas estas gentes son honradas; todas ellas se han hecho inscribir. Sus porquerías han recibido el visto bueno del hombre de la banda tricolor y del hombre de la sobrepelliz. Por eso son bien recibidos en todas partes, mientras que las puertas se cierran para aquellos que han cometido la torpeza de amarse lealmente, sin número de orden y sin ceremonia alguna. ¡La cámara nupcial...!
Teóricamente, la desposada nada sabe del misterio de los sexos; ignora el fin verdadero, único, del matrimonio. Si sabe alguna cosa, es fraudulentamente y en menosprecio de las indicaciones maternales. ¿Qué vale, pues, este “sí” que ha dado ante una demanda cuya entera significación desconoce? ¿Qué caso hacen, pues, de su personalidad en todo esto, disponiendo de su cuerpo sin su consentimiento, al dejarla, ángel de candor, flor de pureza, entre los brazos de un pimiento sobreexcitado e inconsciente? ¡Qué! ¿Ustedes le darán vuestra hija a un individuo cualquiera, que apenas los conoce, quizá plagado de vicios extraños, en el que la educación carnal, sexual, se ha hecho quién sabe dónde; ustedes la abandonarán para que hagan de ella su fantasía secreta, y eso sin prevenirla? ¡Pues esto es monstruosamente abominable! ¡Pues esto es una esclavitud peor que las otras, más infamante y más horrorosa que ninguna! ¿Qué puede haber más forzado para una mujer que ser poseída a pesar suyo? ¿El acto sexual no es, según que se consienta o no, la más grande alegría de las alegrías o la más grande de las humillaciones?
¡Ah, si la libertad está de acuerdo con la moral, debe existir en la cuestión del amor o en parte alguna! Este matrimonio no es más que una violencia pública preparada en una orgía.
Texto publicado en la antología El amor libre: la revolución sexual de los anarquistas, Rodolfo Alonso Editor, Buenos Aires, 1973.
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