El matrimonio y el amor no tienen nada en común; están tan lejos entre
sí como los dos polos y son, incluso, antagónicos. El matrimonio es ante
todo un acuerdo económico, un seguro que sólo se diferencia de los
seguros de vida corrientes en que es más vinculante y más riguroso. Los
beneficios que se obtienen de él son insignificantes en comparación con
lo que hay que pagar por ellos. Cuando se suscribe una póliza de
seguros, se paga en dinero y se tiene siempre la libertad de interrumpir
los pagos. En cambio, si la prima de una mujer es un marido, tiene que
pagar por él con su nombre, su vida privada, el respeto hacia sí misma y
su propia vida “hasta que la muerte los separe”. Además, el seguro de
matrimonio la condena a depender del marido de por vida, al parasitismo,
a la completa inutilidad, tanto desde el punto de vista individual como
social. También el hombre paga su tributo, pero como su esfera de vida
es mucho más amplia, el matrimonio no lo limita tanto como a la mujer.
Las cadenas del marido son más bien económicas.
Vivimos en una
época de pragmatismos. Ya no estamos en los tiempos en que Romeo y
Julieta se arriesgaban a desafiar la ira de sus padres por amor, o en
que Margarita se exponía a las habladurías de sus vecinos también por
amor. La norma moral que se inculca a la joven no es preguntarse si el
hombre ha despertado su amor, sino “cuánto gana”. El único dios y la
única cosa importante de la vida pragmática norteamericana es: ¿Puede
el hombre ganarse la vida? Eso es lo único que justifica el matrimonio.
Poco a poco se van saturando con ello los pensamientos de la muchacha,
que ya no sueña con besos y claros de luna, o con risas y lágrimas, sino
con ir de compras y conseguir rebajas en las tiendas. Esa pobreza de
alma y esa sordidez son los elementos inherentes a la institución del
matrimonio.
Esta institución convierte a la mujer en un parásito y
la obliga a depender completamente de otra persona. La incapacita para
la lucha por la vida, aniquila su conciencia social, paraliza su
imaginación y le impone después graciosamente su protección, que es en
realidad una trampa, una parodia del carácter humano. Si la maternidad
es la mayor realización de la mujer, ¿qué otra protección necesita sino
el amor y la libertad? El matrimonio profana, ultraja y corrompe esa
realización. ¿Acaso no le dice a la mujer que solamente bajo su
protección podrá dar la vida? ¿No la pone en la picota y la degrada y
la avergüenza si se niega a comprar su derecho a la maternidad con su
propia persona? ¿Acaso el matrimonio no sanciona la maternidad, aunque
se haya concebido con odio o por obligación? Y cuando la maternidad ha
sido elegida, producto del amor, del éxtasis, de la pasión desafiante,
¿no se coloca una corona de espinas en una cabeza inocente, grabando en
letras de sangre el odioso epíteto de “bastardo”?
Aun en el caso
de que el matrimonio contuviera todas las virtudes que de él se afirman,
sus crímenes contra la maternidad lo excluirían para siempre del reino
del amor. El amor, el elemento más fuerte y profundo de toda vida,
presagio de esperanzas, de alegría, de éxtasis; el amor que desafía a
todas las leyes, a todas las convenciones; el amor, el más libre, el más
poderoso modelador del destino humano, ¿cómo puede esa fuerza
todopoderosa ser sinónimo del pobre engendro del Estado y de la Iglesia
que es el matrimonio?
¿Amor libre? ¿Acaso el amor puede ser otra
cosa más que libre? El hombre ha comprado cerebros, pero todos los
millones del mundo no han logrado comprar el amor. El hombre ha
sometido los cuerpos, pero todo el poder de la tierra no ha sido capaz
de someter al amor. El hombre ha conquistado naciones enteras, pero
todos sus ejércitos no podrían conquistar al amor. El hombre ha
encadenado y aprisionado el espíritu, pero no ha podido nada contra el
amor. Encaramado en un trono, con todo el esplendor y pompa que pueda
procurarle su oro, el hombre se siente pobre y desolado si el amor no se
detiene a su puerta. Cuando existe amor, la cabaña más pobre se llena
de calor, de vida y de alegría; el amor tiene el poder mágico de
convertir a un pordiosero en un rey. Sí, el amor es libre y no puede
medrar en ningún otro ambiente. En libertad, se entrega sin reservas,
con abundancia, completamente. Todas las leyes y decretos, todos los
tribunales del mundo no podrán arrancarlo del suelo en el que haya
echado raíces. El amor no necesita protección porque él se protege a sí
mismo.
Mientras es el amor el que engendra a los hijos, no hay
niños abandonados, hambrientos o carentes de afecto. Conozco a mujeres
que fueron madres en libertad con el hombre al que amaban. Pocos hijos
han disfrutado dentro del matrimonio del cuidado, protección y devoción
que la maternidad libre es capaz de depararles. Los defensores de la
autoridad temen la maternidad libre por miedo a que se les desposea de
su presa. ¿Quién lucharía entonces en las guerras? ¿Quién haría de
carcelero o policía si las mujeres se negaran a dar a luz
indiscriminadamente? “¡La raza, la raza!”, gritan el rey, el
presidente, el capitalista, el sacerdote. Hay que salvar a la raza,
aunque la mujer sea degradada al papel de pura máquina, y la institución
del matrimonio es la única válvula de seguridad contra el peligroso
despertar sexual de la mujer.
Pero son inútiles estos esfuerzos
desesperados por mantener un estado de esclavitud. Son inútiles también
los edictos de la Iglesia, los fieros ataques de los dictadores, e
incluso el brazo de la ley. La mujer no quiere seguir siendo la
productora de una raza de seres humanos enfermos, débiles, decrépitos y
miserables, que no tienen ni la fuerza ni el valor moral de sacudirse
el yugo de su pobreza y de su esclavitud. En lugar de ello, desea menos
hijos y mejores, engendrados y criados con amor y por libre elección, y
no por obligación como en el matrimonio.
Nuestros
pseudomoralistas tienen que aprender el profundo sentido de
responsabilidad para con el niño que el amor en libertad despierta en el
pecho de la mujer. Ésta preferiría renunciar para siempre a la
maternidad antes que dar la vida en una atmósfera donde sólo se respira
la destrucción y la muerte. Y, si se convierte en madre, es para dar al
niño lo mejor y lo más profundo de su ser. Su lema es desarrollarse con
el niño, y sabe que sólo de esa manera podrán formarse los verdaderos
hombres y las verdaderas mujeres.
En realidad, en nuestro actual
estado de pigmeos, el amor es algo desconocido para la mayoría de la
gente. No se le comprende, se lo esquiva y muy raras veces arraiga; y
cuando lo hace, pronto se marchita y muere. Su fibra delicada no puede
soportar la tensión y los esfuerzos del vivir cotidiano. Su alma es
demasiado compleja para ajustarse a la viscosa textura de nuestra trama
social. Llora, se lamenta y sufre con los que lo necesitan y, sin
embargo, carecen de capacidad para elevarse a su altura.
Algún
día, los hombres y las mujeres se elevarán y alcanzarán la cumbre de
las montañas; se encontrarán grandes, fuertes y libres, dispuestos a
recibir, a compartir y a calentarse en los dorados rayos del amor. ¿Qué
imaginación, qué fantasía, qué genio poético puede prever, aunque sea
aproximadamente, las posibilidades de esa fuerza en las vidas de los
hombres y las mujeres? Si en el mundo tiene que existir alguna vez la
verdadera compañía y la unidad, el padre será el amor y no el
matrimonio.
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