PRÓLOGO
En el seno de la Comisión sobre
Educación Primaria de 1849, el señor Thiers decía: "Quiero recuperar con
toda su fuerza la influencia del clero, porque cuento con él para
propagar esa buena filosofía que enseña al hombre que está aquí para
sufrir, y oponerla a esa otra filosofía que dice al hombre lo contrario:
'Disfruta'". El señor Thiers formulaba así la moral de la clase
burguesa, cuyo feroz egoísmo y estrecha inteligencia él encarnaba.
Mientras luchaba contra la nobleza,
sostenida por el clero, la burguesía enarbolaba el libre examen y el
ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de conducta; y hoy
pretende apuntalar con la religión su supremacía económica y política.
En los siglos XV y XVI, había retomado alegremente la tradición pagana y
glorificaba la carne y sus pasiones, reprobadas por el cristianismo; en
nuestros días, saciada de bienes y de placeres, reniega de las
enseñanzas de sus pensadores -los Rabelais, los Diderot- y predica la
abstinencia a los asalariados. La moral capitalista, lastimosa parodia
de la moral cristiana, anatemiza la carne del trabajador; su ideal es
reducir al productor al mínimo de las necesidades, suprimir sus placeres
y sus pasiones y condenarlo al rol de máquina que produce trabajo sin
tregua ni piedad.
Los socialistas revolucionarios deben
recomenzar el combate que han librado en otro tiempo los filósofos y los
panfletarios de la burguesía; deben embestir contra la moral y las
teorías socia les del capita lismo; deben desterrar de las cabezas de la
clase llamada a la acción, los prejuicios sembrados por la clase domi
nante; deben proclamar, ante los hipócritas de todas las mora les, que
la tierra dejará de ser el valle de lágrimas del trabaja dor; que, en la
sociedad comunista del porvenir, que cons truiremos "pacíficamen te si
es posible, y si no violentamente", se dará rienda suelta a las pasiones
de los hombres; y ya que "todas son buenas por natu ra leza, nosotros
sólo tenemos que limitarnos a evitar su mal uso y su exceso"[1].
Estos serán evitados por su mutuo equilibrio, por el desarrollo
armónico del orga nismo humano, pues, como dice el Dr. Beddoe, "una raza
alcanza su más alto punto de energía y de vigor moral en el momento en
que alcan za su máximo desarrollo físico". Tal era también la opi nión
del gran naturalis ta Charles Darwin[2].
La refutación del Derecho al Trabajo,
que reedito con algunas nadicionales, fue publicada en el semanario
L'Égalité, segun da serie, 1880.
P.L.
Prisión de Sainte-Pélagie, 1883.
Prisión de Sainte-Pélagie, 1883.
UN DOGMA DESASTROSO
"Seamos perezosos en todas las cosas, excepto al amar y al beber, excepto al ser perezosos".
Lessing
Lessing
Una extraña locura se ha apoderado de
las clases obreras de las naciones donde domina la civilización
capitalista. Esta locura trae como resultado las miserias individuales y
sociales que, desde hace siglos, torturan a la triste humanidad. Esta
locura es el amor al trabajo, la pasión moribunda por el trabajo,
llevada hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de
sus hijos. En vez de reaccionar contra esta aberración mental, los
curas, los economistas y los moralistas han sacralizado el trabajo.
Hombres ciegos y de escaso talento, quisieron ser más sabios que su
dios; hombres débiles y despreciables, quisieron rehabilitar lo que su
dios había maldecido. Yo, que no me declaro cristiano, economista ni
moralista, planteo frente a su juicio, el de su Dios; frente a las
predicaciones de su moral religiosa, económica y libre pensadora, las
espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista.
En la sociedad capitalista, el trabajo
es la causa de toda degeneración intelectual, de toda deformación
orgánica. Comparen, por ejemplo, el pura sangre de las caballerizas de
Rothschild, atendido por una turba de lacayos bimanos, con la tosca
bestia de los arrendamientos normandos, que trabaja la tierra, recoge el
estiércol y cosecha. Observen al noble salvaje que los misioneros del
comercio y los comerciantes de la religión no corrompieron todavía con
el cristianismo, la sífilis y el dogma del trabajo, y observen luego a
nuestros miserables sirvientes de máquinas[3].
Cuando en nuestra civilizada Europa se
quiere volver a encontrar un rastro de belleza natural del hombre, debe
írsela a buscar a las naciones donde los prejuicios económicos todavía
no extirparon el odio al trabajo. España, que lamentablemente se está
degenerando, puede todavía vanagloriarse de poseer menos fábricas que
nosotros prisiones y cuarteles; el artista se regocija admirando al
atrevido andaluz, moreno como las castañas, derecho y flexible como una
vara de acero; y el corazón del hombre se conmueve al oír al mendigo,
soberbiamente envuelto en su capa agujereada, tratar de amigo
a los duques de Osuna. Para el español, en el que el animal primitivo
no está aún atrofiado, el trabajo es la peor de las esclavitudes[4].
También los griegos de la época dorada despreciaban el trabajo: sólo a
los esclavos les estaba permitido trabajar: el hombre libre sólo conocía
los ejercicios corporales y los juegos de la inteligencia. Era también
el tiempo en que se caminaba y se respiraba en un pueblo de hombres como
Aristóteles, Fidias, Aristófanes; era el tiempo en el que un puñado de
valientes aplastaban en Maratón a las hordas del Asia que Alejandro iba
luego a conquistar. Los filósofos de la antigüedad enseñaban el
desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre; los poetas
cantaban a la pereza, ese regalo de los dioses:
O Melibae, Deus nobis haec otia fecit[5].
Cristo, en su sermón de la montaña,
predicó la pereza: "Miren cómo crecen los lirios en los campos; ellos no
trabajan ni hilan, y sin embargo, yo les digo: Salomón, en toda su
gloria, no estuvo nunca tan brillantemente vestido"[6].
Jehová, el dios barbado y huraño, dio a
sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal; después de seis
días de trabajo, descansó por toda la eternidad.
Por el contrario, ¿cuáles son las razas
para las que el trabajo es una necesidad orgánica? Los auverneses; los
escoceses, esos auverneses de las Islas Británicas; los gallegos, esos
auverneses de España; los pomeranios, esos auverneses de Alemania; los
chinos, esos auverneses del Asia. En nuestra sociedad, ¿cuáles son las
clases que aman el trabajo por el trabajo mismo? Los campesinos
propietarios y los pequeños burgueses: unos inclinados sobre sus
tierras, los otros apasionados en sus tiendas, se mueven como el topo en
su galería subterránea, sin enderezarse jamás para observar a gusto la
naturaleza.
Y sin embargo, el proletariado, la gran
clase que abarca a todos los productores de las naciones civilizadas, la
clase que, al emanciparse, emancipará a la humanidad del trabajo servil
y hará del animal humano un ser libre; el proletariado, traicionando
sus instintos y olvidando su misión histórica, se dejó pervertir por el
dogma del trabajo. Rudo y terrible fue su castigo. Todas las miserias
individuales y sociales nacieron de su pasión por el trabajo.
BENDICIONES DEL TRABAJO
En 1770 apareció en Londres un escrito anónimo titulado "An Essay on Trade and Commerce",
que provocó en la época un cierto alboroto. Su autor, gran filántropo,
se indignaba por el hecho de que "a la plebe manufacturera de Inglaterra
se le había metido en la cabeza la idea fija de que por ser ingleses,
todos los individuos que la componen tienen, por derecho de nacimiento,
el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de
cualquier otro país de Europa. Esta idea puede tener su utilidad para
los soldados, dado que estimula su valor; pero cuanto menos estén
imbuidos de ella los obreros de las manufacturas, mejor será para ellos
mismos y para el estado. Los obreros no deberían jamás considerarse
independientes de sus superiores. Es extremadamente peligroso estimular
semejantes caprichos en un estado comercial como el nuestro, donde,
quizás, siete octavos de la población tienen poca o ninguna propiedad.
La cura no será completa en tanto que nuestros pobres de la industria no
se resignen a trabajar seis días por la misma suma que ganan ahora en
cuatro".
De esta manera, cerca de un siglo antes
de Guizot, se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como un freno
a las nobles pasiones del hombre.
"Cuanto más trabajen mis pueblos,
menos vicios habrá", escribía Napoleón desde Osterode el 5 de mayo de
1807. "Yo soy la autoridad [...] y estaría dispuesto a ordenar que el
domingo, luego de la hora de la misa, las tiendas se abrieran y los
obreros volvieran a su trabajo".
Para extirpar la pereza y doblegar los
sentimientos de arrogancia e independencia que ella engendra, el autor
del Essay on Trade... proponía encarcelar a los pobres en las casas de
trabajo ideales (ideal workhouses) que se convertirían en "casas de
terror donde se haría trabajar catorce horas por día, de tal manera que,
restando el tiempo de la comida, quedarían doce horas de trabajo plenas
y completas".
Doce horas de trabajo por día: he ahí el
ideal de los filántropos y de los moralistas del siglo XVIII. ¡Cómo
hemos sobrepasado ese nec plus ultra! Los talleres modernos se han
convertido en casas ideales de corrección donde se encarcela a las masas
obreras, donde se condena a trabajos forzados durante doce y catorce
horas, no solamente a los hombres, sino también a las mujeres y a los
niños!¡Y pensar que los hijos de los héroes del Terror se dejaron
degradar por la religión del trabajo al punto de aceptar después de
1848, como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba a doce
horas el trabajo en las fábricas! Proclamaban, como un principio
revolucionario, el derecho al trabajo. ¡Vergüenza al proletariado
francés! Sólo los esclavos hubiesen sido capaces de tal bajeza. Hubieran
sido necesarios veinte años de civilización capitalista para que un
griego de los tiempos heroicos concebiera tal envilecimiento.
Y si las penas del trabajo forzado, si
las torturas del hambre se abatieron sobre el proletariado, en mayor
cantidad que las langostas de la biblia, es porque ha sido él quien las
ha llamado.
Este trabajo, que en junio de 1848 los
obreros reclamaban con las armas en la mano, lo impusieron a sus
familias; entregaron a sus mujeres y a sus hijos a los barones de la
industria. Con sus propias manos, demolieron su hogar; con sus propias
manos, secaron la leche de sus mujeres; las infelices, embarazadas y
amamantando a sus bebés, debieron ir a las minas y a las manufacturas a
estirar su espinazo y fatigar sus músculos; con sus propias manos,
quebrantaron la vida y el vigor de sus hijos. ¡Vergüenza a los
proletarios! ¿Dónde están esas comadres de las que hablan nuestras
fábulas y nuestros viejos cuentos, osadas en la conversación, francas al
hablar, amantes de la divina botella? ¿Dónde están esas mujeres
decididas, siempre correteando, siempre cocinando, siempre cantando,
siempre sembrando la vida y engendrando la alegría, pariendo sin dolor
niños sanos y vigorosos? ...¡Hoy tenemos niñas y mujeres de fábrica,
enfermizas flores de pálidos colores, de sangre sin brillo, con el
estómago destruido, con los miembros debilitados!... ¡Ellas no
conocieron jamás el placer robusto y no sabrían contar gallardamente
cómo perdieron su virginidad! ¿Y los niños? Doce horas de trabajo para
los niños. ¡Oh, miseria! Pero todos los Jules Simon de la Academia de
Ciencias Morales y Políticas, todos los Germinys de la jesuitería, no
habrían podido inventar un vicio más embrutecedor para la inteligencia
de los niños, más corruptor de sus instintos, más destructor de su
organismo, que el trabajo en la atmósfera viciada del taller
capitalista.
Nuestra época es, dicen, el siglo del trabajo; es en efecto el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción.
Y sin embargo, los filósofos, los
economistas burgueses -desde el penosamente confuso Augusto Comte hasta
el ridículamente claro Leroy-Beaulieu; los hombres de letras burguesas
-desde el charlatanescamente romántico Víctor Hugo hasta el ingenuamente
grotesco Paul de Kock-, todos han entonado sus cánticos nauseabundos en
honor del dios Progreso, el hijo primogénito del Trabajo. Al
escucharlos, puede pensarse que la felicidad reinará sobre la tierra: ya
se siente su llegada. Ellos fueron a indagar en el polvo y la miseria
feudales de los siglos pasados para recuperar de la oscuridad las
delicias de los tiempos presentes. ¿Nos cansaron los bien alimentados,
los satisfechos, hasta hace poco todavía miembros de la servidumbre de
grandes señores, y hoy sirvientes literarios de la burguesía, muy bien
pagos? ¿Nos cansaron con la rusticidad del retórico La Bruyère? Y bien,
he aquí el brillante cuadro de los gozos proletarios en el año del
progreso capitalista de 1840, pintado por uno de ellos, el Dr. Villermé,
miembro del Instituto, el mismo que, en 1848, formó parte de esa
sociedad de sabios (Thiers, Cousin, Passy, Blanqui, el académico, etc.)
que propagaba en las masas las tonterías de la economía y de la moral
burguesas.
El Dr. Villermé habla de la Alsacia
manufacturera, de la Alsacia de Kestner, de Dollfus, la flor y nata de
la filantropía y del republicanismo industrial. Pero antes de que el
doctor muestre ante nosotros el cuadro de las miserias proletarias,
escuchemos a un manufacturero alsaciano, el señor Th. Mieg, de la casa
Dollfus, Mieg y Compañía, describiendo la situación del artesano de la
antigua industria:
"En Mulhouse, hace cincuenta años
(en 1813, cuando nacía la moderna industria mecánica), los obreros eran
todos naturales del territorio, que habitaban la ciudad y los pueblos
circundantes y que poseían casi todos una casa y a menudo un pequeño
campo"[7].
Era la edad de oro del trabajador. Pero,
entonces, la industria alsaciana no inundaba el mundo con sus telas de
algodón y no enriquecía a sus Dollfus y sus Koechlin. Pero veinticinco
años después, cuando Villermé visitó a Alsacia, el minotauro moderno -el
taller capitalista-, había conquistado la región; en su hambre de
trabajo humano, había arrancado a los obreros de sus hogares para
retorcerlos mejor y para exprimir mejor el trabajo que ellos contenían.
Los obreros acudían por millares al silbido de la máquina.
"Un gran número", dice Villermé, "cinco
mil sobre diecisiete mil, fueron obligados, por la carestía de los
alquileres, a alojarse en los pueblos vecinos. Algunos habitaban a dos
leguas y cuarto de la manufactura donde trabajaban.
En Mulhouse, en Dornach, el trabajo
comenzaba a las cinco de la mañana y terminaba a las cinco de la tarde,
tanto en verano como en invierno. [...] Hay que verlos llegar cada
mañana a la ciudad y partir cada tarde. Hay entre ellos una multitud de
mujeres pálidas, flacas, caminando descalzas en medio del barro y que, a
falta de paraguas, se protegen la cara y el cuello con sus delantales y
sus enaguas, volcados sobre la cabeza, tanto si llueve como si nieva; y
un número más considerable aún de pequeños niños no menos sucios, no
menos pálidos, cubiertos de harapos, todos engrasados de aceite de los
telares que cae sobre ellos mientras trabajan. Estos últimos, mejor
protegidos de la lluvia por la impermeabilidad de sus vestimentas, no
tienen en el brazo, como las mujeres de las que se acaba de hablar, una
cesta con las provisiones de la jornada; pero llevan en la mano, o
cubren bajo su chaleco o como pueden, el pedazo de pan que debe
alimentarlos hasta la hora de su vuelta a casa.
De esta manera, a la fatiga de una
jornada desmesuradamente larga -ya que es de por lo menos quince horas-,
se suma para estos infelices la fatiga de las idas y venidas tan
frecuentes, tan penosas. El resultado es que a la noche llegan a sus
casas abrumados por la necesidad de dormir, y que a la mañana salen
antes de estar completamente descansados, para encontrarse en el taller a
la hora de su apertura".
Veamos ahora los cuartuchos donde se amontonaban aquéllos que habitaban en la ciudad:
"Vi en Mulhouse, en Dornach y en
las casas vecinas, esos miserables alojamientos donde dos familias se
acostaban cada una en un rincón, sobre la paja arrojada sobre el piso y
sostenida por dos tablas. Esta miseria en la que viven los obreros de la
industria del algodón en el departamento del Alto Rin es tan profunda
que produce este triste resultado: mientras que en las familias de los
fabricantes negociantes, fabricantes de paños, directores de fábricas,
etc., la mitad de los niños alcanzan los 21 años, esa misma mitad deja
de existir antes de cumplir los dos años en las familias de tejedores y
de obreros de las hilanderías de algodón".
Refiriéndose al trabajo en el taller, Villermé agrega:
"No es un trabajo, una tarea,
sino una tortura, y se la inflige a los niños de seis a ocho años. [...]
Es este largo suplicio de todos los días el que mina principalmente a
los obreros de las hilanderías de algodón".
Y a propósito de la duración del
trabajo, Villermé observaba que los presidiarios de las mazmorras no
trabajaban más que diez horas, los esclavos de las Antillas nueve horas
promedio, mientras que en la Francia que había hecho la revolución del
89 y que había proclamado los pomposos Derechos del Hombre, existían
manufacturas donde la jornada era de dieciséis horas, sobre las que se
otorgaba a los obreros una hora y media para comer[8].
¡Oh miserable aborto de los principios
revolucionarios de la burguesía! ¡Oh lúgubre regalo de su dios Progreso!
Los filántropos aclaman como benefactores de la humanidad a los que,
para enriquecerse holgazaneando, dan su trabajo a los pobres; mejor
valdría sembrar la peste o envenenar las fuentes que levantar una
fábrica en medio de una población rural. Introduzcan el trabajo fabril, y
adiós alegría, salud, libertad; adiós todo lo que hace la vida bella y
digna de ser vivida[9].
Y los economistas siguen repitiendo a
los obreros: ¡trabajen para aumentar la riqueza social! Y sin embargo un
economista, Destut de Tracy, les responde:
"Es en las naciones pobres donde el pueblo vive con comodidad; es en las naciones ricas donde es, comúnmente, pobre".
Y su discípulo Cherbuliez continúa:
"Los trabajadores mismos,
cooperando en la acumulación de capitales productivos, contribuyen al
hecho que, tarde o temprano, debe privarlos de una parte de su salario".
Pero aturdidos e idiotizados por sus
propios alaridos, los economistas responden: ¡Trabajen, trabajen siempre
para crear su propio bienestar! Y en nombre de la mansedumbre
cristiana, un cura de la iglesia anglicana, el reverendo Townshend,
salmodia: Trabajen, trabajen noche y día; trabajando, ustedes hacen
crecer su miseria, y su miseria nos dispensa de imponerles el trabajo
por la fuerza de la ley. La imposición legal del trabajo "es demasiado
penosa, exige demasiada violencia y hace demasiado ruido; el hambre, por
el contrario, es no sólo una presión apacible, silenciosa, incesante,
sino que, en tanto el móvil más natural del trabajo y de la industria,
provoca también los esfuerzos más poderosos".
Trabajen, trabajen, proletarios, para
aumentar la riqueza social y sus miserias individuales; trabajen,
trabajen, para que, volviéndose más pobres, tengan más razones para
trabajar y ser miserables. Tal es la ley inexorable de la producción
capitalista.
Prestando oído a las falsas palabras de
los economistas, los proletarios se han entregado en cuerpo y alma al
vicio del trabajo, precipitando así a toda la sociedad en las crisis
industriales de sobreproducción que convulsionan el organismo social.
Entonces, debido a que hay una plétora de mercancías y escasez de
compradores, los talleres se cierran y el hambre azota las poblaciones
obreras con su látigo de mil tiras. Los proletarios, embrutecidos por el
dogma del trabajo, no comprenden que el sobretrabajo que se infligieron
en los tiempos de pretendida prosperidad es la causa de su miseria
presente; no corren al granero de trigo y gritan: "¡Tenemos hambre y
queremos comer! Cierto, no tenemos ni un centavo pero por más pobres que
seamos, sin embargo somos nosotros los que segamos el trigo y
recolectamos la uva...". No asedian los almacenes del señor Bonnet, de Jujuriex, el inventor de los conventos industriales y exclaman: "Señor
Bonnet, he aquí a sus obreras ovalistas, torcedoras, hilanderas,
tejedoras; tiritan bajo sus telas de algodón, que están tan remendadas
que perturbarían hasta a un judío y sin embargo, son ellas las que
hilaron y tejieron los vestidos de seda de las mujerzuelas de toda la
cristiandad. Las pobres, trabajando trece horas por día, no tenían
tiempo de pensar en acicalarse; hoy, holgazanean y pueden hacer crujir
los vestidos que hicieron. Desde que perdieron sus dientes de leche, se
han dedicado a vuestra riqueza y han vivido en la abstinencia; ahora,
tienen tiempo libre y quieren gozar un poco de los frutos de su trabajo.
Vamos, señor Bonnet, entregue sus vestidos; el señor Harmel
proporcionará sus muselinas, el señor Pouyer-Quertier sus telas de
algodón, el señor Pinet sus botines para sus queridos piecitos fríos y
húmedos. Vestidas de pies a cabeza y vivaces, será un placer
contemplarlas. Vamos, nada de tergiversaciones: ¿usted es amigo de la
humanidad, verdad? ¿Y cristiano antes que mercader, no? Ponga entonces a
disposición de sus obreras la riqueza que ellas le construyeron con la
carne de su carne. ¿Usted es amigo del comercio? Facilite la circulación
de las mercancías; he aquí a los consumidores todos juntos; ábrales
créditos ilimitados. Usted está obligado a dárselo a negociantes que no
conoce, que no le han dado nada, ni siquiera un vaso con agua. Sus
obreras cumplirán como puedan: si el día del vencimiento, ellas dejan
que protesten su firma, usted las declarará en quiebra, y si ellas no
tienen nada que pueda ser embargado, usted les exigirá que le paguen con
plegarias: ellas lo enviarán al paraíso, mejor que sus ?bolsas negras?
[curas] con su nariz llena de tabaco".
En vez de aprovechar los momentos de
crisis para una distribución general de los productos y una holganza y
regocijo universales, los obreros, muertos de hambre, van a golpearse la
cabeza contra las puertas del taller. Con rostros pálidos, cuerpos
enflaquecidos, con palabras lastimosas, acometen a los fabricantes: "¡Buen señor Chagot, dulce señor Schneider, dénnos trabajo; no es el hambre sino la pasión del trabajo lo que nos atormenta!".
Y estos miserables, que apenas tienen la fuerza como para mantenerse en
pie, venden doce y catorce horas de trabajo a un precio dos veces menor
que en el momento en que tenían pan sobre la mesa. Y los filántropos de
la industria aprovechan la desocupación para fabricar a mejor precio.
Si las crisis industriales siguen a
períodos de sobretrabajo tan fatalmente como la noche al día,
arrastrando tras ellas el descanso forzado y la miseria sin salida,
ellas traen también la bancarrota inexorable. Mientras el fabricante
tiene crédito, da rienda suelta al delirio del trabajo, pidiendo más y
más dinero para proporcionar la materia prima a los obreros. Hay que
producir, sin reflexionar que el mercado se abarrota y que, si sus
mercancías no se venden, sus pagarés se vencerán. Aguijoneado, va a
implorar al judío, se arroja a sus pies, le ofrece su sangre, su honor. "Una pequeña pieza de oro haría mejor mi negocio", responde el Rothschild; "usted tiene 20.000 pares de medias en su tienda; valen veinte monedas de cobre, yo los tomo a cuatro".
Obtenidas las medias, el judío las vende a seis u ocho monedas de cobre
y se embolsa las inquietas cien monedas de cobre que no le deben nada a
nadie: pero el fabricante retrocedió para saltar mejor. Finalmente
llega la debacle y las tiendas estallan; se arrojan entonces tantas
mercancías por la ventana, que no se sabe cómo entraron por la puerta.
El valor de las mercancías destruidas se calcula en centenas de
millones; en el siglo XVIII, se las quemaba o se las tiraba al agua[10].
Pero antes de llegar a esta conclusión,
los fabricantes recorren el mundo en busca de salida para las mercancías
que se amontonan; obligan a su gobierno a anexar el Congo, a apoderarse
de Tonkin, a demoler a cañonazos las murallas de la China, para
esparcir allí sus telas de algodón. En los siglos pasados, hubo un duelo
a muerte entre Francia e Inglaterra para definir quién tendría el
privilegio exclusivo de vender en América y en las Indias. Miles de
hombres jóvenes y fuertes enrojecieron los mares con su sangre durante
las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Los capitales abundan tanto como las
mercancías. Los rentistas ya no saben dónde ubicarlos; van entonces a
las naciones felices que se tiran al sol a fumar cigarrillos, para
construir líneas férreas, levantar fábricas e importar la maldición del
trabajo. Hasta que esta exportación de capitales franceses se termina
una mañana por complicaciones diplomáticas; en Egipto, Francia,
Inglaterra y Alemania estuvieron a punto de tomarse de los cabellos para
saber a qué usureros les pagarían primero; o por las guerras de México,
donde se envía a soldados franceses para hacer el trabajo de alguaciles
para cobrar las deudas impagas[11].
Estas miserias individuales y sociales,
por grandes e innumerables que sean, por eternas que parezcan,
desaparecerán como las hienas y los chacales ante la proximidad del
león, cuando el proletariado diga: "Yo quiero que terminen". Pero para
que tome conciencia de su fuerza, el proletariado debe aplastar con sus
pies los prejuicios de la moral cristiana, económica y librepensadora;
debe retornar a sus instintos naturales, proclamar los Derechos de la
Pereza, mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del
Hombre, proclamados por los abogados metafísicos de la revolución
burguesa; que se limite a trabajar no más de tres horas por día, a
holgazanear y comer el resto del día y de la noche.
Hasta aquí, mi tarea fue fácil: no tenía
más que describir los males reales bien conocidos -lamentablemente- por
todos nosotros. Pero convencer al proletariado de que la palabra que se
les inoculó es perversa, de que el trabajo desenfrenado al que se
entregó desde comienzos del siglo es la calamidad más terrible que haya
jamás golpeado a la humanidad, de que el trabajo sólo se convertirá en
un condimento de placer de la pereza, un ejercicio benéfico para el
organismo humano, una pasión útil para el organismo social en el momento
en que sea sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas
por día, es una tarea ardua superior a mis fuerzas; sólo los médicos,
los higienistas, los economistas comunistas podrían emprenderla. En las
páginas que siguen, me limitaré a demostrar que estando dados los medios
de producción modernos y su potencia reproductiva ilimitada, hay que
debilitar la pasión extravagante de los obreros por el trabajo y
obligarlos a consumir las mercancías que producen.
LAS CONSECUENCIAS DE LA SOBREPRODUCCIÓN
Un poeta griego de la época de Cicerón,
Antipatros, celebraba así la invención del molino de agua (para la
molienda del grano), que iba a emancipar a las mujeres esclavas y a
recuperar la edad de oro:
"¡Ahorren la fuerza del brazo que
hace girar la piedra del molino, oh molineras, y duerman apaciblemente!
¡Que el gallo les advierta en vano que ya es de día! Dao impuso a las
ninfas el trabajo de las esclavas y miren cómo saltan alegremente en el
camino y cómo el eje del carro rueda con sus rayos, haciendo girar la
pesada piedra rodante. ¡Vivamos la vida de nuestros padres y, ociosos,
regocijémonos de los dones que la diosa otorga!"
Lamentablemente el ocio que el poeta
pagano anunciaba no llegó; la pasión ciega, perversa y homicida del
trabajo transforma la máquina liberadora en un instrumento de
servidumbre de los hombres libres: su productividad los empobrece.
Una buena obrera hace con el huso sólo
cinco mallas por minuto; algunos telares circulares hacen treinta mil en
el mismo tiempo. Cada minuto a máquina equivale entonces a cien horas
de trabajo de la obrera; o bien cada minuto de trabajo de la máquina da a
la obrera diez días de descanso. Lo que es cierto para la industria del
tejido es más o menos cierto para todas las industrias renovadas por la
mecánica moderna. ¿Pero qué vemos nosotros? A medida que la máquina se
perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una
precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su
descanso en la misma proporción, redobla su actividad, como si quisiera
rivalizar con la máquina. ¡Qué competencia absurda y mortal!
Para que la competencia del hombre y de
la máquina se acelerara, los proletarios abolieron las sabias leyes que
limitaban el trabajo de los artesanos de las antiguas corporaciones;
suprimieron los días feriados[12].
Puesto que los productores de entonces trabajaban sólo cinco días sobre
siete, ¿creen pues, tal como dicen los economistas mentirosos, que no
vivían más que del aire y del agua fresca? ¡Vamos! Tenían tiempo libre
para disfrutar de las alegrías de la tierra, para hacer el amor y
divertirse; para hacer banquetes jubilosamente en honor del alegre dios
de la Holgazanería. La melancólica Inglaterra, hoy sumida en el
protestantismo, se llamaba entonces la "alegre Inglaterra" (Merry
England). Rabelais, Quevedo, Cervantes y los autores desconocidos de
novelas picarescas, hacen que se nos haga agua la boca con sus pinturas
de esas monumentales francachelas[13],
con las que se regalaban entonces entre dos batallas y entre dos
devastaciones, y en las cuales "se tiraba la casa por la ventana".
Jordaens y la escuela flamenca las han plasmado en sus divertidas
pinturas. Sublimes estómagos gargantuescos, ¿en qué se han convertido?
Sublimes cerebros que abarcaban todo el pensamiento humano, ¿en qué se
han convertido? Ahora estamos muy disminuidos y muy degenerados. La
carne en mal estadoi, la papa, el vino adulterado y el aguardiente
prusiano sabiamente combinados con el trabajo forzado debilitaron
nuestros cuerpos y redujeron nuestros espíritus. ¿Y es precisamente
cuando el hombre ha achicado su estómago y la máquina ha agrandado su
productividad, que los economistas nos predican la teoría malthusiana,
la religión de la abstinencia y el dogma del trabajo? Habría que
arrancarles la lengua y arrojársela a los perros.
Puesto que la clase obrera, con su buena
fe simplista, se dejó adoctrinar; puesto que, con su impetuosidad
natural, se precipitó ciegamente en el trabajo y la abstinencia, la
clase capitalista se vio condenada a la pereza y al disfrute forzados, a
la improductividad y al sobreconsumo. Pero si el sobretrabajo del
obrero martiriza su carne y atormenta sus nervios, también es fecundo en
dolores para la burguesía.
La abstinencia a la que se condena la
clase productiva obliga a los burgueses a dedicarse al sobreconsumo de
los productos que ella produce en forma desordenada. Al comienzo de la
producción capitalista, hace uno o dos siglos, el burgués era un hombre
ordenado, de costumbres razonables y apacibles; se contentaba casi
exclusivamente con su mujer; sólo bebía cuando tenía sed y comía cuando
tenía hambre. Dejaba a los cortesanos y a las cortesanas las nobles
virtudes de la vida libertina. Hoy en día, no hay hijo de cualquier
advenedizo que no se crea obligado a desarrollar la prostitución y
mercurializar su cuerpo para darle un objetivo al trabajo que se imponen
los obreros de las minas de mercurio; no es un burgués que se precie el
que no se atraque con capones trufados y con vinos exquisitos para
alentar a los ganaderos de La Flèche y a los viñateros de Bordelais. En
este trabajo, el organismo se arruina rápidamente: se cae el pelo, los
dientes se descarnan, el tronco se deforma, el vientre se hincha, la
respiración se altera, los movimientos se hacen más pesados, las
articulaciones se anquilosan, las falanges se traban. Otros, demasiado
débiles para soportar las fatigas de la vida libertina, pero dotados de
la joroba del proudhonismo, consumen sus sesos como los Garnier de la
economía política y los Acollas de la filosofía jurídica, elucubrando
gruesos libros soporíferos para ocupar el tiempo libre de los tipógrafos
e impresores.
Las mujeres de mundo viven una vida de
martirio. Para probar y hacer valer las telas maravillosas que las
costureras se matan para fabricar, ellas se pasan el día y la noche
cambiándose constantemente de vestido; durante horas, entregan su cabeza
hueca a los artistas peluqueros que, a toda costa, quieren satisfacer
su pasión por edificar postizos. Apretadas dentro de sus corsets,
incómodas en sus zapatos, con escotes que hacen enrojecer hasta a un
granadero, giran durante noches enteras en sus bailes de caridad a fin
de recolectar algunas monedas de cobre para los pobres. ¡Santas almas!
Para cumplir su doble función social de
no productor y de sobreconsumidor, el burgués debió no solamente
violentar sus gustos modestos, perder sus hábitos laboriosos de hace dos
siglos y entregarse al lujo desenfrenado, a las indigestiones trufadas y
a libertinajes sifilíticos, sino también sustraer al trabajo productivo
una masa enorme de hombres a fin de procurarse ayudantes.
He aquí algunas cifras que prueban cuán colosal es este desperdicio de fuerzas productivas:
"Según el censo de 1861, la población
de Inglaterra y del país de Gales comprendía 20.066.224 personas, de
las cuales 9.776.259 eran del sexo masculino y 10.289.965, del sexo
femenino. Si se restan aquéllos que son demasiado viejos o demasiado
jóvenes para trabajar, las mujeres, los adolescentes y los niños
improductivos, más las profesiones ideológicas como el gobierno, la
policía, el clero, la magistratura, el ejército, los eruditos, artistas,
etc., luego las personas exclusivamente dedicadas a comer del trabajo
de otros, bajo la forma de renta de la tierra, de intereses, de
dividendos, etc., y finalmente, los pobres, los vagabundos, los
criminales, etc., quedan aproximadamente ocho millones de individuos de
los dos sexos y de todas las edades, incluyendo a los capitalistas
ocupados en la producción, el comercio, las finanzas, etc. Entre estos
ocho millones, se cuentan:
Trabajadores agrícolas (incluyendo pastores, criados y criadas que habitan en el establecimiento agrícola)
1.098.261;
Obreros de las fábricas de algodón, de lana, de worsted, de lino, de cáñamo, de seda, de encajes y otros 642.607;
Obreros de las minas de carbón y de metal 565.835;
Obreros empleados en las fábricas
metalúrgicas (altos hornos, laminados, etc.) y en las manufacturas de
metal de todo tipo 396.998;
Clase doméstica 1.208.648
Si sumamos los trabajadores de las
fábricas textiles y los de las minas de carbón y de metales, obtenemos
la cifra de 1.208.442; si sumamos los primeros y el personal de todas
las fábricas y de todas las manufacturas metalúrgicas, tenemos un total
de 1.039.605; es decir, en ambos casos un número más pequeño que el de
los esclavos domésticos modernos. He aquí el magnífico resultado de la
explotación capitalista de las máquinas"[14].
A toda esta clase doméstica, cuya
extensión indica el grado alcanzado por la civilización capitalista,
debe agregarse la numerosa clase de los infelices dedicados
exclusivamente a la satisfacción de los gustos dispendiosos y fútiles de
las clases ricas: talladores de diamantes, encajeras, bordadoras,
encuadernadores de lujo, costureras de lujo, decoradores de mansiones de
placer, etc[15]..
Una vez acurrucada en la pereza absoluta
y desmoralizada por el goce forzado, la burguesía, a pesar del mal que
le acarreó, se adaptó a su nuevo estilo de vida. Considera con horror
todo cambio. La visión de las miserables condiciones de existencia
aceptadas con resignación por la clase obrera y de la degradación
orgánica engendrada por la pasión depravada por el trabajo aumentaban
también su repulsión por toda imposición de trabajo y por toda
restricción del goce.
Es precisamente entonces que, sin tener
en cuenta la desmoralización que la burguesía se había impuesto como un
deber social, a los proletarios se les puso en la cabeza infligir el
trabajo a los capitalistas. Los ingenuos tomaron en serio las teorías de
los economistas y de los moralistas sobre el trabajo y se empeñaron en
imponer la práctica a los capitalistas. El proletariado enarboló la
consigna "el que no trabaja, no come"; Lyon, en 1831, se rebeló por
'trabajo o plomo'; las guardias nacionales de marzo de 1871 declararon a
su levantamiento la Revolución del Trabajo.
A este arrebato de furor bárbaro,
destructor de todo goce y de toda pereza burgueses, los capitalistas no
podían responder más que con la represión feroz; pero sabían que, si
habían podido reprimir esas explosiones revolucionarias, no habían
ahogado en la sangre de sus masacres gigantescas la absurda idea del
proletariado de querer imponer el trabajo a las clases ociosas y
mantenidas, y es para evitar esta desgracia que se rodean de
pretorianos, policías, magistrados y carceleros mantenidos en una
improductividad laboriosa. Ya no se puede conservar la ilusión sobre el
carácter de los ejércitos modernos. Ellos son mantenidos en forma
permanente sólo para reprimir al "enemigo interno"; es así que los
fuertes de París y de Lyon no fueron construidos para defender la ciudad
contra el extranjero, sino para aplastar una revuelta. Y si fuera
necesario un ejemplo irrefutable, podemos mencionar al ejército de
Bélgica, ese paraíso del capitalismo; su neutralidad está garantizada
por las potencias europeas, y sin embargo su ejército es uno de los más
fuertes en proporción a la población. Los gloriosos campos de batalla
del valiente ejército belga son las planicies de Borinage y de
Charleroi; es en la sangre de los mineros y de los obreros desarmados
que los oficiales belgas templan sus espadas y aumentan sus charreteras.
Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos
mercenarios, que protegen a los capitalistas contra la furia popular que
quisiera condenarlos a diez horas de trabajo en las minas o en el
hilado.
Entonces, al ajustarse el cinturón, la clase obrera desarrolló con exceso el vientre de la burguesía condenada al sobreconsumo.
Para ser aliviada de su penoso trabajo,
la burguesía retiró de la clase obrera una masa de hombres muy superior a
la que permanece dedicada a la producción útil, y la condenó a su vez a
la improductividad y al sobreconsumo. Pero este rebaño de bocas
inútiles, a pesar de su voracidad insaciable, no basta para consumir
todas las mercancías que los obreros, embrutecidos por el dogma del
trabajo, producen como maníacos, sin quererlas consumir y sin siquiera
pensar si se encontrará gente para consumirlas.
Ante esta doble locura de los
trabajadores -matarse de sobretrabajo y vegetar en la abstinencia-, el
gran problema de la producción capitalista ya no es encontrar
productores y duplicar sus fuerzas, sino descubrir consumidores, excitar
sus apetitos y crearles necesidades artificiales. Puesto que los
obreros europeos, tiritando de frío y de hambre, se niegan a vestir los
tejidos que producen y a beber los vinos que elaboran, los pobres
fabricantes, rápidos como galgos, deben correr a las antípodas para
buscar a quien los vestirá y beberá: son las centenas y miles de
millones que Europa exporta todos los años, a los cuatro rincones del
mundo, a pueblos que no las necesitan[16].
Pero los continentes explorados no son lo suficientemente vastos; se
necesitan regiones vírgenes. Los fabricantes de Europa sueñan noche y
día con el África, con el lago sahariano, con el ferrocarril de Sudán;
siguen con ansiedad los progresos de los Livingstone, de los Stanley, de
los Du Chaillu, de los de Brazza; escuchan las historias maravillosas
de esos valientes viajeros con la boca abierta. ¡Cuántas maravillas
desconocidas encierra el "continente negro"! Los campos están sembrados
de dientes de elefante; ríos de aceite de coco arrastran pepitas de oro;
millones de culos negros, desnudos como la cara de Dufaure o de
Girardin, esperan las telas de algodón para aprender la decencia, las
botellas de aguardiente y las biblias para conocer las virtudes de la
civilización.
Pero todo es inútil: burgueses que comen
en exceso, clase doméstica que supera a la clase productiva, naciones
extranjeras y bárbaras que se sacian de mercancías europeas; nada, nada
puede llegar a absorber las montañas de productos que se acumulan más
altas y más enormes que las pirámides de Egipto: la productividad de los
obreros europeos desafía todo consumo, todo despilfarro. Los
fabricantes, enloquecidos, no saben ya qué hacer, ya no pueden encontrar
la materia prima para satisfacer la pasión desordenada, depravada, de
sus obreros por el trabajo. En nuestros departamentos laneros, se
destejen los harapos sucios y a medio podrir para hacer paños llamados
"de renacimiento", que duran lo que duran las promesas electorales; en
Lyon, en vez de dejar a la fibra suave su sencillez y su flexibilidad
natural, se la sobrecarga de sales minerales que, al agregarle peso, la
vuelven desmenuzable y poco durable. Todos nuestros productos son
adulterados para facilitar el flujo y reducir las existencias. Nuestra
época será llamada la "edad de la falsificación", como las primeras
épocas de la humanidad recibieron los nombres de edad de piedra, edad de
bronce, etc., a partir del carácter de su producción. Los ignorantes
acusan de fraude a nuestros piadosos industriales, mientras que en
realidad el pensamiento que los anima es el de proporcionar trabajo a
los obreros, que no pueden resignarse a vivir de brazos cruzados. Si
bien esas falsificaciones -cuyo único móvil es un sentimiento
humanitario, aunque brindan enormes beneficios a los fabricantes que las
practican-, son desastrosas para la calidad de las mercancías y
constituyen una fuente inagotable de despilfarro de trabajo humano,
prueban el filantrópico ingenio de los burgueses y la horrible
perversión de los obreros que, para saciar su vicio de trabajo, obligan a
los industriales a ahogar los gritos de su conciencia e incluso violar
las leyes de la honestidad comercial.
Y sin embargo, a pesar de la
sobreproducción de mercancías, a pesar de las falsificaciones
industriales, los obreros invaden el mercado de manera innumerable,
implorando: ¡trabajo!, ¡trabajo! Su superabundancia debería obligarlos a
refrenar su pasión; por el contrario, la lleva al paroxismo. En cuanto
una oportunidad de trabajo se presenta, se arrojan sobre ella; entonces
reclaman doce, catorce horas para lograr su saciedad, y la mañana los
encontrará nuevamente arrojados a la calle, sin nada para alimentar su
vicio. Todos los años, en todas las industrias, la desocupación vuelve
con la regularidad de las estaciones. Al sobretrabajo mortal para el
organismo le sucede el reposo absoluto, durante dos a cuatro meses; y
sin trabajo, no hay comida. Puesto que el vicio del trabajo está
diabólicamente arraigado en el corazón de los obreros; puesto que sus
exigencias ahogan todos los otros instintos de la naturaleza; puesto que
la cantidad de trabajo requerida por la sociedad está forzosamente
limitada por el consumo y la abundancia de la materia prima, ¿por qué
devorar en seis meses el trabajo de todo el año? ¿Por qué no
distribuirlo uniformemente en los doce meses y obligar a todos los
obreros a contentarse con seis o cinco horas por día durante todo el
año, en vez de indigestarse con doce horas durante seis meses? Seguros
de su parte cotidiana de trabajo, los obreros no se celarán más, no se
golpearán más para arrancarse el trabajo de las manos y el pan de la
boca; entonces, no agotados su cuerpo y su espíritu, comenzarán a
practicar las virtudes de la pereza.
Atontados por su vicio, los obreros no
han podido elevarse a la comprensión del hecho de que, para tener
trabajo para todos, era necesario racionarlo como el agua en un barco a
la deriva. Sin embargo, los industriales, en nombre de la explotación
capitalista, desde hace tiempo demandaron una limitación legal de la
jornada de trabajo. Ante la Comisión de 1860 para la enseñanza
profesional, uno de los más grandes manufactureros de Alsacia, el señor
Bourcart, de Guebwiller, declaraba:
"Que la jornada de doce horas era
excesiva y debía ser reducida a once horas, que se debía suspender el
trabajo a las dos del sábado. Aconsejo la adopción de esta medida aunque
parezca onerosa a primera vista; la hemos experimentado en nuestros
establecimientos industriales desde hace cuatro años y nos encontramos
bien, y la producción media, lejos de haber disminuido, aumentó".
En su estudio sobre las máquinas, F. Passy cita la siguiente carta de un gran industrial belga, M. Ottavaere:
"Nuestras máquinas, aunque iguales a
las de las hilanderías inglesas, no producen lo que deberían producir y
lo que producirían estas mismas máquinas en Inglaterra, aunque las
hilanderías trabajan dos horas menos por día. [...] Nosotros trabajamos
dos largas horas de más; tengo la convicción de que si no se trabajara
más que once horas en vez de trece, tendríamos la misma producción y
produciríamos en consecuencia más económicamente".
Por otro lado, el señor Leroy-Beaulieu
afirma que "un gran manufacturero belga observa que las semanas en las
que cae un día feriado no aportan una producción inferior a la de
semanas comunes"[17].
A lo que el pueblo, engañado en su
simpleza por los moralistas, no se atrevió jamás, un gobierno
aristocrático se atreve. Despreciando las altas consideraciones morales e
industriales de los economistas, que, como los pájaros de mal agüero,
creían que disminuir en una hora el trabajo en las fábricas era decretar
la ruina de la industria inglesa, el gobierno de Inglaterra prohibió
por medio de una ley, estrictamente observada, el trabajar más de diez
horas por día; y como antes, Inglaterra siguió siendo la primera nación
industrial del mundo.
Ahí está la gran experiencia inglesa,
ahí está la experiencia de algunos capitalistas inteligentes, que
demuestran irrefutablemente que, para potenciar la productividad humana,
es necesario reducir las horas de trabajo y multiplicar los días de
pago y los feriados; pero el pueblo francés no está convencido. Pero si
una miserable reducción de dos horas aumentó en diez años cerca de un
tercio la producción inglesa[18],
¿qué marcha vertiginosa imprimirá a la producción francesa una
reducción legal de la jornada de trabajo a tres horas? Los obreros no
pueden comprender que al fatigarse trabajando, agotan sus fuerzas y las
de sus hijos; que, consumidos, llegan antes de tiempo a ser incapaces de
todo trabajo; que absorbidos, embrutecidos por un solo vicio, no son
más hombres, sino pedazos de hombres; que matan en ellos todas las
facultades bellas para no dejar en pie, lujuriosa, más que la locura
furibunda del trabajo.
Como los loros de la Arcadia, repiten la lección de los economistas: "Trabajemos, trabajemos para incrementar la riqueza nacional".
¡Idiotas! Es porque ustedes trabajan demasiado que la maquinaria
industrial se desarrolla lentamente. Dejen de rebuznar y escuchen a un
economista; no es un águila, no es más que el señor L. Reybaud, que
hemos tenido la alegría de perder hace algunos meses:
"La revolución en los métodos de
trabajo se determina, en general, a partir de las condiciones de la mano
de obra. En tanto que la mano de obra brinde sus servicios a bajo
precio, se la prodiga; cuando sus servicios se vuelven más costosos, se
busca ahorrarla"[19].
Para obligar a los capitalistas a
perfeccionar sus máquinas de madera y de hierro, es necesario elevar los
salarios y disminuir las horas de trabajo de las máquinas de carne y
hueso. ¿Las pruebas que apoyan esto? Se las puede proporcionar por
centenares. En la hilandería, el telar intermitente (self acting mule)
fue inventado y aplicado en Manchester porque los hilanderos se
rehusaron a seguir trabajando tanto tiempo como hasta entonces.
En Estados Unidos, la máquina se
extiende a todas las ramas de la producción agrícola, desde la
fabricación de manteca hasta la trilla del trigo: ¿por qué? Porque el
estadounidense, libre y perezoso, preferiría morir mil veces antes que
vivir la vida bovina del campesino francés. La actividad agrícola, tan
penosa en nuestra gloriosa Francia, tan rica en cansancio, en el oeste
americano es un agradable pasatiempo al aire libre que se hace sentado,
fumando negligentemente la pipa.
A UNA NUEVA MELODÍA, UNA NUEVA CANCIÓN
Si al disminuir las horas de trabajo, se
conquistan para la producción social nuevas fuerzas mecánicas, al
obligar a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un
inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada entonces
de la tarea de ser consumidora universal, se apresurará a licenciar la
legión de soldados, magistrados, intrigantes, proxenetas, etc., que ha
retirado del trabajo útil para ayudarla a consumir y despilfarrar. A
partir de entonces el mercado de trabajo estará desbordante; entonces
será necesaria una ley férrea para prohibir el trabajo: será imposible
encontrar ocupación para esta multitud de ex improductivos, más
numerosos que los piojos. Y luego de ellos, habrá que pensar en todos
los que proveían a sus necesidades y gustos fútiles y dispendiosos.
Cuando no haya más lacayos y generales que galardonar, más prostitutas
solteras ni casadas que cubrir de encajes, cañones que perforar, ni más
palacios que edificar, habrá que imponer a los obreros y obreras de
pasamanería, de encajes, del hierro, de la construcción, por medio de
leyes severas, el paseo higiénico en bote y ejercicios coreográficos
para el restablecimiento de su salud y el perfeccionamiento de la raza.
Desde el momento en que los productos europeos sean consumidos en el
lugar de producción y por lo tanto, no sea necesario transportarlos a
ninguna parte, será necesario que los marinos, los mozos de cordel y los
camioneros se sienten y aprendan a girar los pulgares. Los felices
polinesios podrán entonces entregarse al amor libre sin temer los
puntapiés de la Venus civilizada y los sermones de la moral europea.
Hay más aún. A fin de encontrar trabajo
para todos los improductivos de la sociedad actual, a fin de dejar la
maquinaria industrial desarrollarse indefinidamente, la clase obrera
deberá, como la burguesía, violentar sus gustos ascéticos, y desarrollar
indefinidamente sus capacidades de consumo. En vez de comer por día una
o dos onzas de carne dura como el cuero -cuando las come-, comerá
sabrosos bifes de una o dos libras; en vez de beber moderadamente un
vino malo, más católico que el Papa, beberá bordeaux y borgoña, en
grandes y profundas copas, sin bautismo industrial, y dejará el agua a
los animales.
Los proletarios han resuelto imponer a
los capitalistas diez horas de forja y de refinería; allí está la gran
falla, la causa de los antagonismos sociales y de las guerras civiles.
Es necesario prohibir el trabajo, no imponerlo. A los Rothschild, a los
Say se les permitirá probar haber sido, durante su vida, perfectos
holgazanes; y si juran querer continuar viviendo como perfectos
holgazanes, a pesar del entusiasmo general por el trabajo, se los
anotará y, en sus ayuntamientos respectivos, recibirán todas las mañanas
veinte francos para sus pequeños placeres. Los conflictos sociales
desaparecerán. Los rentistas, los capitalistas, etc., se unirán al
partido popular una vez convencidos de que, lejos de querer hacerles
daño, se quiere por el contrario desembarazarlos del trabajo de
sobreconsumo y de despilfarro, por el que han estado oprimidos desde su
nacimiento. En cuanto a los burgueses incapaces de probar sus títulos de
holgazanes, se les dejará seguir sus instintos: existen bastantes
oficios desagradables para ubicarlos -Dufaure limpiará las letrinas
públicas; Galliffet matará a puñaladas a los cerdos sarnosos y a los
caballos hinchados; los miembros de la comisión de gracias, enviados a
Poissy, marcarán los bueyes y carneros a ser sacrificados; los senadores
serán empleados de pompas fúnebres y enterradores. Para otros,
encontraremos oficios al alcance de su inteligencia. Lorgeril y Broglie
taparán las botellas de champaña, pero se les cerrará la boca para
evitar que se emborrachen; Ferry, Freycinet y Tirard destruirán las
chinches y los gusanos de los ministerios y de otros edificios públicos.
Será necesario, sin embargo, poner los dineros públicos fuera del
alcance de los burgueses, por miedo a sus hábitos adquiridos.
Pero dura y larga venganza se lanzará a
los moralistas que han pervertido la naturaleza humana, a los
santurrones, a los soplones, a los hipócritas "y otras sectas semejantes
de gente que se han disfrazado para engañar al mundo. Porque dando a
entender al pueblo común que se ocupan sólo de la contemplación y la
devoción, de ayunos y de la maceración de la sensualidad, y que comen
sólo para sustentar y alimentar la pequeña fragilidad de su humanidad,
por el contrario, se cagan. Curios simulant sed Bacchanalia vivunt[20].
. Se lo puede leer en la letra grande e
iluminada de sus rojos morros y vientres asquerosos, a no ser que se
perfumen con azufre"[21].
.
En los días de grandes fiestas
populares, donde, en vez de tragar el polvo como el 15 de agosto y el 14
de julio burgueses, los comunistas y colectivistas harán correr las
botellas, trotar los jamones y volar los vasos, los miembros de la
Academia de Ciencias Morales y Políticas, los curas con traje largo o
corto de la iglesia económica, católica, protestante, judía, positivista
y librepensadora, los propagadores del malthusianismo y de la moral
cristiana, altruista, independiente o sumisa, vestidos de amarillo,
sostendrán la vela hasta quemarse los dedos y vivirán hambrientos junto a
mujeres galas y mesas llenas de carnes, frutas y flores, y morirán de
sed junto a toneles desbordantes. Cuatro veces al año, en el cambio de
estación, como los perros de los afiladores de cuchillos, se los
encadenará a grandes ruedas y durante diez horas se los condenará a
moler el viento. Los abogados y los legistas sufrirán la misma pena.
En el régimen de pereza, para matar el
tiempo que nos mata segundo a segundo, habrá espectáculos y
representaciones teatrales todo el tiempo; será el trabajo adecuado para
nuestros legisladores burgueses. Se los organizará en grupos
recorriendo ferias y aldeas, dando representaciones legislativas. Los
generales, con botas de montar, el pecho adornado con cordones,
medallas, la cruz de la Legión de Honor, irán por las calles y las
plazas, reclutando espectadores entre la buena gente. Gambetta y
Cassagnac, su compadre, harán el anuncio del espectáculo en la puerta.
Cassagnac, con gran traje de matamoros, revolviendo los ojos,
retorciéndose el bigote, escupiendo estopa encendida, amenazará a todo
el mundo con la pistola de su padre y se precipitará en un agujero
cuando se le muestre el retrato de Lullier; Gambetta discurrirá sobre
política extranjera, sobre la pequeña Grecia, que lo adoctrina y que
encendería a Europa para estafar a Turquía; sobre la gran Rusia que le
tiene harto con la compota que promete hacer con Prusia y que anhela
conflictos en el oeste de Europa para hacer su negocio en el este y
ahogar el nihilismo en el interior; sobre el señor de Bismarck, que ha
sido lo bastante bueno como para permitirle pronunciarse sobre la
amnistía...; luego, desnudando su gran panza pintada a tres colores,
golpeará sobre ella el llamado de atención y enumerará los deliciosos
animalitos, los pajaritos, las trufas, los vasos de Margaux y de Yquem
que ha engullido para fomentar la agricultura y tener contentos a los
electores de Belleville.
En la barraca, se comenzará con la Farsa
electoral. Ante los electores, con cabezas de madera y orejas de burro,
los candidatos burgueses, vestidos con trajes de payasos, bailarán la
danza de las libertades políticas, limpiándose la cara y el trasero con
sus programas electorales con múltiples promesas, y hablando con
lágrimas en los ojos de las miserias del pueblo y con voz estentórea de
las glorias de Francia; y las cabezas de los electores rebuznarán a coro
y firmemente: hi ho! hi ho!
Luego comenzará la gran obra: El robo de los bienes de la nación.
La Francia capitalista, enorme hembra,
con vello en la cara y pelada en la cabeza, deformada, con las carnes
fláccidas, hinchadas, débiles y pálidas, con los ojos apagados,
adormilada y bostezando, está tendida sobre un canapé de terciopelo; a
sus pies, el capitalismo industrial, gigantesco organismo de hierro, con
una máscara simiesca, devora mecánicamente hombres, mujeres y niños,
cuyos gritos lúgubres y desgarradores llenan el aire; la banca, con
hocico de garduña, cuerpo de hiena y manos de arpía, le roba rápidamente
las monedas de cobre del bolsillo. Hordas de miserables proletarios
flacos, en harapos, escoltados por gendarmes con el sable desenvainado,
perseguidos por las furias que los azotan con los látigos del hambre,
llevan a los pies de la Francia capitalista montones de mercancías,
toneles de vino, bolsas de oro y de trigo. Langlois, con sus calzones en
una mano, el testamento de Proudhon en la otra y el libro del
presupuesto entre los dientes, se pone a la cabeza de los defensores de
los bienes de la nación y monta guardia. Una vez descargados los fardos,
hacen echar a los obreros a golpes de bayoneta y culatazos y abren la
puerta a los industriales, a los comerciantes y a los banqueros. Se
precipitan sobre la pila en forma desordenada, y devoran las telas de
algodón, las bolsas de trigo, los lingotes de oro y vacían los toneles;
cuando ya no pueden más, sucios, repugnantes, se hunden en sus
inmundicias y sus vómitos...Entonces el trueno retumba, la tierra se
mueve y se entreabre, y surge la Fatalidad histórica; con su pie de
hierro aplasta las cabezas de los que titubean, se caen y no pueden
huir, y con su larga mano derriba la Francia capitalista, estupefacta y
aterrorizada.
Si la clase obrera, tras arrancar de su
corazón el vicio que la domina y que envilece su naturaleza, se
levantara con toda su fuerza, no para reclamar los Derechos del Hombre
(que no son más que los derechos de la explotación capitalista), no para
reclamar el Derecho al Trabajo (que no es más que el derecho a la
miseria), sino para forjar una ley de bronce que prohibiera a todos los
hombres trabajar más de tres horas por día, la Tierra, la vieja Tierra,
estremecida de alegría, sentiría brincar en ella un nuevo
universo...¿Pero cómo pedir a un proletariado corrompido por la moral
capitalista que tome una resolución viril?
Como Cristo, doliente
personificación de la esclavitud antigua, los hombres, las mujeres y los
niños del Proletariado suben penosamente desde hace un siglo por el
duro calvario del dolor; desde hace un siglo el trabajo forzado destroza
sus huesos, mortifica sus carnes, atormenta sus músculos; desde hace un
siglo, el hambre retuerce sus entrañas y alucina sus cerebros...¡Oh,
pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh, Pereza, madre de las
artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!
APENDICE
Nuestros moralistas son gentes muy
modestas; si bien inventaron el dogma del trabajo, dudan de su eficacia
para tranquilizar el alma, regocijar el espíritu y mantener el buen
funcionamiento de los riñones y otros órganos; quieren experimentar su
uso sobre el pueblo, in anima vili, antes de volverlo contra los
capitalistas, cuyos vicios tienen la misión de excusar y autorizar.
Pero, filósofos a cuatro centavos la
docena, ¿por qué se exprimen así los sesos para elucubrar una moral cuya
práctica no se atreven a aconsejar a sus amos? ¿Quieren que se burlen
de vuestro dogma del trabajo, del que tanto se ufanan? ¿Quieren verlo
escarnecido? Veamos la historia de los pueblos antiguos y los escritos
de sus filósofos y de sus legisladores.
"Yo no sabría afirmar", dice el
padre de la historia, Heródoto, "si los griegos han tomado de los
egipcios el desprecio hacia el trabajo, porque encuentro el mismo
desprecio establecido entre los tracios, los escitas, los persas, los
lidios; en una palabra, porque en la mayoría de los pueblos bárbaros,
los que aprenden las artes mecánicas, e incluso sus niños, son vistos
como los últimos de los ciudadanos...Todos los griegos han sido educados
en estos principios, particularmente los lacedemonios"[22].
"En Atenas, los ciudadanos eran
verdaderos nobles que no debían ocuparse más que de la defensa y de la
administración de la comunidad, como los guerreros salvajes de los
cuales provenía su origen. Como debían entonces disponer de todo su
tiempo para velar, debido a su fuerza intelectual y corporal, por los
intereses de la república, cargaban a los esclavos con todo el trabajo.
También entre los lacedemonios, las mismas mujeres no debían hilar ni
tejer para no rebajar su nobleza"[23].
Los romanos conocían sólo dos oficios
nobles y libres: la agricultura y las armas; todos los ciudadanos vivían
por derecho a expensas del Tesoro, sin poder ser obligados a proveerse
de su subsistencia por ninguna de las sordidae artes (llamaban así a los
oficios) que correspondían por ley a los esclavos. Bruto el antiguo,
para sublevar al pueblo, acusó sobre todo a Tarquino, el tirano, de
haber convertido a ciudadanos libres en artesanos y albañiles[24].
Los filósofos antiguos discutían sobre el origen de las ideas, pero se ponían de acuerdo si se trataba de aborrecer del trabajo.
"La naturaleza", dice Platón, en su utopía social, en su República modelo, "la
naturaleza no ha hecho ni zapateros ni herreros; ocupaciones semejantes
degradan a quienes las ejercen, viles mercenarios, miserables sin
nombre que son excluidos por su estado mismo de los derechos políticos.
En cuanto a los comerciantes acostumbrados a mentir y a engañar, sólo se
los soportará en la ciudad como un mal necesario. El ciudadano que se
envilezca por el comercio será perseguido por ese delito. Si es
convicto, será condenado a un año de prisión. El castigo será doble cada
vez que reincida"[25].
En su Económica, Jenofonte escribe:
"Las personas que se entregan a
los trabajos manuales no son jamás elevadas en sus cargos, y con mucha
razón. La mayoría, condenados a estar sentados todo el día, algunos
incluso a soportar el calor de un fuego continuo, no pueden dejar de
tener el cuerpo alterado y es muy difícil que el espíritu no se
resienta".
"¿Qué puede salir de honorable de una tienda?", dice Cicerón, "¿y
qué puede producir de honesto el comercio? Todo lo que tenga que ver
con el comercio es indigno de un hombre honesto [...], los comerciantes
no pueden obtener ganancias sin mentir, ¿y qué es más vergonzoso que la
mentira? Entonces, debe considerarse como bajo y vil el oficio de todos
los que venden su trabajo y su industria; porque el que da su trabajo
por dinero se vende a sí mismo y se coloca en la categoría de los
esclavos"[26].
Proletarios, embrutecidos por el dogma
del trabajo, escuchen las palabras de estos filósofos, que se las
ocultan con tanto celo: un ciudadano que entrega su trabajo por dinero
se degrada a la categoría de los esclavos, comete un crimen, que merece
años de prisión.
La hipocresía cristiana y el
utilitarismo capitalista no habían pervertido a estos filósofos de las
repúblicas antiguas; hablando para hombres libres, expresaban
ingenuamente su pensamiento. Platón, Aristóteles, estos grandes
pensadores -a los cuales nuestros Cousin, Caro, Simon no les llegan ni a
la suela de sus zapatos poniéndose en puntas de pie-, querían que los
ciudadanos de sus repúblicas ideales vivieran en el más grande ocio;
porque, agregaba Jenofonte, "el trabajo ocupa todo el tiempo y con él no hay ningún tiempo libre para la república y los amigos".
Según Plutarco, el gran mérito de Licurgo, "el más sabio de los
hombres", para admiración de la posteridad, fue el de haber brindado
ocio a los ciudadanos de la república prohibiéndoles todo oficio[27].
Pero, responderán los Bastiat,
Dupanloup, Beaulieu y demás defensores de la moral cristiana y
capitalista, estos pensadores, estos filósofos preconizaban la
esclavitud. Perfecto, pero ¿podía ser de otro modo, dadas las
condiciones económicas y políticas de su época? La guerra era el estado
normal de las sociedades antiguas; el hombre libre debía consagrar su
tiempo a discutir los asuntos del estado y a velar por su defensa; los
oficios eran entonces demasiado primitivos y demasiado toscos para que,
practicándolos, se pudiera ejercer a la vez el oficio de soldado y de
ciudadano; para tener guerreros y ciudadanos, los filósofos y
legisladores debían tolerar a los esclavos en las repúblicas heroicas.
Pero los moralistas y los economistas del capitalismo ¿no preconizan el
trabajo asalariado, la esclavitud moderna? ¿Y a qué hombres la
esclavitud capitalista proporciona ocio? A los Rothschild, a los
Schneider, a las Madame Boucicaut, inútiles y perjudiciales, esclavos de
sus vicios y de sus criados.
"El prejuicio de la esclavitud dominaba
el espíritu de Pitágoras y de Aristóteles", ha escrito alguno
desdeñosamente; y sin embargo Aristóteles preveía que "si cada
herramienta pudiera ejecutar por sí misma su función propia, como las
obras maestras de Dédalo se movían por sí mismas, o como los trípodes de
Vulcano se ocupaban espontáneamente de su trabajo sagrado; si, por
ejemplo, las lanzaderas de los tejedores tejieran por sí mismas, el jefe
del taller ya no tendría necesidad de ayudantes, ni el amo de
esclavos".
El sueño de Aristóteles es nuestra
realidad. Nuestras máquinas con aliento de fuego, con miembros de acero,
infatigables, con fecundidad maravillosa e inagotable, desempeñan
dócilmente ellas mismas su trabajo sagrado; y sin embargo el genio de
los grandes filósofos del capitalismo permanece dominado por el
prejuicio del trabajo asalariado, la peor de las esclavitudes. Todavía
no comprenden que la máquina es la redentora de la humanidad, el Dios
que liberará al hombre de las sordidas artes y del trabajo asalariado,
el Dios que le dará el ocio y la libertad.
NOTAS
[1]
Descartes, René; Las pasiones del alma.
[2]
Doctor Beddoe; Memoirs of the Anthropological Society; Darwin, Charles; Descent of Man.
[3]
Los exploradores europeos se detienen sorprendidos ante la belleza
física y el aspecto orgulloso de los hombres de los pueblos primitivos,
no manchados por lo que Paeppig llamaba el "hálito envenenado de la civilización". Refiriéndose a los aborígenes de las islas de Oceanía, lord George Campbell escribe: "No
hay pueblo en el mundo que sorprenda más a primera vista. La piel lisa y
de un tono ligeramente cobrizo, los cabellos dorados y ondulados, su
bella y alegre figura, en una palabra, toda su persona, formaban un
nuevo y espléndido ejemplar del genus homo; su apariencia física daba la
impresión de tratarse de una raza superior a la nuestra". Los
civilizados de la antigua Roma, los César, los Tácito, contemplaban con
la misma admiración a los germanos de las tribus comunistas que invadían
el imperio romano. Al igual que Tácito, Salvino, el cura del siglo V
que es llamado el maestro de los obispos, ponía como ejemplo a los
bárbaros ante los civilizados y los cristianos: "Somos impúdicos entre
los bárbaros, que son más castos que nosotros. Más aún, los bárbaros se
sienten ofendidos por nuestras impudicias; los godos no sufren el hecho
de que haya entre ellos libertinos de su nación; sólo los romanos, por
el triste privilegio de su nacionalidad y de su nombre, tienen el
derecho de ser impuros. (La pederastia estaba de moda entonces entre los
paganos y los cristianos...). Los oprimidos se van con los bárbaros en
busca de humanidad y protección". (De Gubernatione Dei). La vieja
civilización y el cristianismo naciente corrompieron a los bárbaros del
viejo mundo, como el viejo cristianismo y la civilización capitalista
corrompen a los salvajes del nuevo mundo.
El señor F. Le Play, cuyo talento para
la observación debe reconocerse, así como deben rechazarse sus
conclusiones sociológicas, contaminadas de proudhonismo filantrópico y
cristiano, dice en su libro Los obreros europeos (1885): "La
propensión de los Bachkirs por la pereza [los Bachkirs son pastores
seminómades de la ladera asiática de los Urales], los ocios de la vida
nómade, los hábitos de meditación que hacen nacer en los individuos
mejor dotados, otorgan a menudo a éstos una distinción de maneras, una
agudeza de inteligencia que raramente se observa en el mismo nivel
social en una civilización más desarrollada...Lo que más les repugna son
los trabajos agrícolas; hacen cualquier cosa antes que aceptar el
oficio de agricultor". La agricultura es, en efecto, la primera
manifestación del trabajo servil que conoció la humanidad. Según la
tradición bíblica, el primer criminal, Caín, era un agricultor.
[4]
Hay un proverbio español que dice: Descansar es salud.
[5]
"Oh Melibea, un dios nos dio esta ociosidad"; Virgilio; Bucólicas. (Ver Apéndice)
[6]
Evangelio según San Mateo, capítulo VI.
[7]
Discurso pronunciado en la Sociedad Internacional de Estudios Prácticos
de Economía Social de París, en mayo de 1863, y publicado en El economista francés de la misma época.
[8]
Villermé, L. R.; Descripción del estado físico y moral de los obreros en las fábricas de algodón, de lana y de seda,
1848. Si los Dollfus, los Koechlin y otros fabricantes alsacianos
trataban así a sus obreros, no era porque fueran republicanos, patriotas
y filántropos protestantes; Blanqui, el académico, Reybaud, el
prototipo de Jerome Paturot y Jules Simon, el maestro Juan Político,
constataron las mismas amenidades para la clase obrera entre los muy
católicos y muy monárquicos fabricantes de Lille y de Lyon. Estas son
virtudes capitalistas que se armonizan a las mil maravillas con todas
las convicciones políticas y religiosas.
[9]
Los indios de las tribus belicosas de Brasil matan a sus enfermos y a
sus viejos; testimonian su amistad poniendo fin a una vida que ya no se
regocija con los combates, las fiestas y los bailes. Todos los pueblos
primitivos han dado a los suyos estas pruebas de afecto: los masagetas
del Mar Caspio (Heródoto), así como los Wens de Alemania y los celtas de
la Galia. En las iglesias de Suecia, incluso hasta no hace mucho, se
conservaban las mazas llamadas mazas familiares, que se
utilizaban para librar a los padres de las tristezas de la vejez. ¡Cuán
degenerados están los proletarios modernos como para aceptar con
paciencia las espantosas miserias del trabajo fabril!
[10]
En el Congreso Industrial celebrado en Berlín el 21 de enero de 1879, se
estimó en 568 millones de francos las pérdidas sufridas por la
industria del hierro alemana durante la última crisis.
[11]
La Justicia, de Clemenceau, en su sección financiera, decía el 6 de abril de 1880: "Hemos
oído sostener la opinión de que, aun sin Prusia, Francia hubiera
perdido de todas maneras los miles de millones que perdió en la guerra
de 1870, bajo la forma de empréstitos emitidos periódicamente para
equilibrar los presupuestos extranjeros; tal es también nuestra opinión".
Se estima en cinco mil millones la pérdida de los capitales ingleses en
los empréstitos a América del Sur. Los trabajadores franceses no sólo
han producido los cinco mil millones pagados a Bismarck, sino que siguen
pagando los intereses de la indemnización de guerra a los Ollivier, a
los Girardin, a los Bazaine y otros portadores de títulos de renta que
han causado la guerra y la derrota. Sin embargo, les queda un pequeño
consuelo: esos miles de millones no ocasionarán ninguna guerra de
recuperación.
[12]
Bajo el Antiguo Régimen, las leyes de la iglesia garantizaban al
trabajador 90 días de descanso (52 domingos y 38 feriados), durante los
cuales estaba estrictamente prohibido trabajar. Era el gran crimen del
catolicismo, la causa principal de la irreligiosidad de la burguesía
industrial y comercial. Bajo la Revolución, cuando ésta se hizo
dominante, abolió los días feriados y reemplazó la semana de siete días
por la de diez. Liberó a los obreros del yugo de la iglesia para
someterlos mejor al yugo del trabajo.
El odio contra los días feriados no
apareció hasta que la moderna burguesía industrial y comercial tomó
cuerpo, entre los siglos XV y XVI. Enrique IV pidió su reducción al
Papa, pero éste se rehusó porque "una de las herejías más corrientes hoy
en día es la referida a las fiestas" (carta del cardenal d'Ossat). Pero
en 1666, Péréfixe, arzobispo de París, suprimió 17 feriados en su
diócesis. El protestantismo, que era la religión cristiana adaptada a
las nuevas necesidades industriales y comerciales de la burguesía, fue
menos celoso del descanso popular; destronó a los santos del cielo para
abolir sus fiestas sobre la tierra.
La reforma religiosa y el libre
pensamiento filosófico no eran más que los pretextos que permitieron a
la burguesía jesuita y rapaz escamotear al pueblo los días de fiesta.
[13]
Esas fiestas pantagruélicas duraban semanas. Don Rodrigo de Lara gana a
su novia expulsando a los moros de Calatrava la Vieja, y el Romancero
narra que:
Las bodas fueron en Burgos,
Las tornabodas en Salas:
En bodas y tornabodas
Pasaron siete semanas.
Tantas vienen de las gentes,
Que no caben en las plazas...
[en español en el original] Los hombres
de esas bodas de siete semanas eran los heroicos soldados de las guerras
de independencia.
[14]
Marx, Karl; El Capital, libro I, capítulo XV, punto 6.
[15]
"La proporción en que la población de un país está empleada como
doméstica, al servicio de las clases acomodadas, indica el progreso de
ese país en lo que respecta a riqueza nacional y civilización". (Martin, R. M.; Ireland before and after the Union,
1818). Gambetta, que negaba la cuestión social desde que dejó de ser el
abogado pobre del Café Procope, quería sin duda hablar de esta clase
doméstica en constante crecimiento cuando reclamaba el advenimiento de
nuevas clases sociales.
[16]
Dos ejemplos: el gobierno inglés, para complacer a los países indios
que, a pesar de las hambrunas periódicas que asolan el país, se obstinan
en cultivar amapolas en vez de arroz o trigo, ha debido emprender
guerras sangrientas a fin de imponer al gobierno chino la libre
introducción del opio indio. Los salvajes de la Polinesia, a pesar de la
mortalidad que ello trajo como consecuencia, debieron vestirse y
embriagarse a la inglesa para consumir los productos de las destilerías
de Escocia y de las tejedurías de Manchester.
[17]
Leroy-Beaulieu, Paul; La cuestión obrera en el siglo XIV; 1872.
[18]
He aquí, según el célebre estadístico R. Giffen, de la Oficina de
Estadística de Londres, la progresión creciente de la riqueza nacional
de Inglaterra y de Irlanda: en 1814 era de 55 mil millones de francos;
en 1865, era de 162,5 mil de millones de francos; en 1875, 212,5 mil
millones de francos.
[19]
Reybaud, Louis; El algodón: su régimen, sus problemas; 1863.
[20]
"Simulan ser Curius y viven como Bacanales" (Juvenal).
[21]
Pantagruel, libro II, capítulo LXXIV.
[22]
Heródoto; Tomo II de la traducción Larcher, 1876.
[23]
Biot; De la abolición de la esclavitud antigua en Occidente; 1840.
[24]
Tito Livio; Libro Primero.
[25]
Platón; La República, Libro V
[26]
Cicerón; Los oficios [De los deberes], I, título II, capítulo XLII.
[27]
Platón; La República, V, y Las Leyes, III; Aristóteles; Política, II y VII; Jenofonte; Económica, IV y VI; Plutarco; Vida de Licurgo.
*Traducción:
María Celia Cotarelo
Digitalización: Franco Iacomella
Esta Edición: Marxists Internet Archive, año 2008
Digitalización: Franco Iacomella
Esta Edición: Marxists Internet Archive, año 2008
http://www.marxists.org/espanol/lafargue/1880s/1883.htm
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