"Sigue las sendas y los impulsos
del corazón y las escenas que atraen
a tu mirada"
EclesiastésINTRODUCCIÓNSegún
la mentalidad burguesa, sólo había dos cosas realmente importantes: el
hogar y la familia. A los 15 años Alexandra se separa de la familia y,
del hogar... "un buen día Alexandra no se presentó a desayunar. La
doncella enviada a llamarla, regresó con este breve comentario: "la
señorita se ha marchado". ¿Pero cómo? ¿Y adónde? Había montado en su
bicicleta y partido hacia el sur. Regresó de recorrer Francia de norte a
sur y explorar parte de España. Cuando llegó a casa, por su cuenta, no
dio muchas explicaciones sobre lo ocurrido en el intervalo. Se había
marchado. Punto. No resultaba nada fácil castigar a aquella niña ¿de qué
podían privarla? Tenía gustos austeros, su estilo de vida se inspiraba
en los estoicos. Comía poco y no le interesaban las diversiones propias
de las jóvenes de su edad. Y en cuanto a caprichos como trajes y joyas,
más bien tenían que imponérselos. Sus padres se limitaron a encogerse de
hombros, resignados, actitud que adoptarían a partir de entonces 1 .
Cuando
Alexandra nace (1868) el pudor era el acompañante necesario. El cuerpo
liberado de esa "espantosa" creación divina se oculta, mejor dicho,
retorna al ocultamiento, ya no desde la religiosidad, sino desde lo
moderno. Alexandra crece en el contexto del ocultamiento del cuerpo. La
animalidad debe ser refinada. Las flatulencias, los "malos olores", el
cepillo de dientes, el baño diario, por eso de la higiene, los perfumes,
los cubiertos de mesa, las servilletas y la exacerbación de la razón
son la concreción de una filosofía que aspira a la progresión humana.
Una mujer que toma distancia del corsé y la racionalidad, no puede ser
ubicada en tal contexto.
Los niños eran la concreción del
proyecto de modernidad. El fajamiento era la práctica que ponía de
relieve la importancia del cultivo de la razón y al mismo tiempo el
distanciamiento de la "vergonzosa animalidad".
La vida se
configuraba desde la paradoja antiguo-moderno, progreso-reacción. La
concepción en torno a la vida, al hombre, mujer, niño se estructuraba en
el contexto de lo novedoso y progresivo. El siglo XIX es el tiempo del
distanciamiento con el oscurantismo; el mundo espiritual es el contexto
de la sospecha.
El mundo de la modernidad es el mundo de la
exacerbación. Es el cosmos de la paradoja, donde el cultivo de la razón
se erige como la única posibilidad para la realización absoluta del ser y
al mismo tiempo se pide por la liberación del cuerpo, el mundo del
análisis deberá aprender a cohabitar con el cosmos del deseo, del
cuerpo. La espiritualidad, el cultivo del irreverente quedará para un
mejor momento.
La segunda mitad del siglo XIX fue el despertar de
la irreverencia femenina. La exhibición cada vez más franca que las
mujeres hacían de su fuerza parecía la contraparte pública de esa fuerza
privada que los hombres evocaban, con creciente angustia en la segunda
mitad del siglo XIX; ambas les aportaban argumentos formidables contra
la liberación de las mujeres. Para la mayoría de los varones que se
deleitaban dominando, una mujer que abandonara su esfera asignada no
sólo era una rareza, un hombre-mujer; también planteaba preguntas
molestas acerca del papel del varón, un papel definido no en el
aislamiento, sino en la competencia perturbadora con el otro sexo.
La
batalla por la libertad es la tradición francesa que ampara a
Alexandra, es la sujeción de su acción, el guerrero que le impele.
Francia ha sido un país de irreverencia y lucha por la emancipación.
Hombres y mujeres crecen orgullosos de su país, Alexandra, fue una de
ellas. Irreverencia y sometimiento son dos formas de vida instaladas en
la memoria de los niños que juegan frente al palacio de Versalles. Los
principios emanados en la revolución francesa son la necesidad de los
adolescentes que reflexionan frente al Arco del Triunfo de la Estrella ,
en París.
Alexandra vive en carne y hueso la diversidad. Una
madre de fe católica y padre de fe protestante, antimonárquico
declarado, son los ejemplos con que crece nuestra autora. Alexandra
pronto decide que la vía, en principio, debía ser la herencia paterna.
Al crecer en Bruselas se incorporó a un internado calvinista, que pronto
dejó para incorporarse a otro en el que era una de sólo cinco mujeres
protestantes.
Alexandra crece creyendo en la vida anárquica, cuya
vida fue cruzada por la teosofía, el budismo, espiritismo, pitagorismo.
La diversidad es el parámetro con el que configura su existencia "la
decoración de su dormitorio indicaba su creciente preocupación por la
religión comparada. Tenía siempre encendida una lamparilla ante un Buda
de porcelana. Sobre su lecho colgaba un crucifijo y una gran Biblia
ocupaba el lugar de honor en su mesa. Todas las noches leía varios
versículos antes de acostarse"
Considera que la única vía para la
liberación es la irreverencia. Por eso para ella "la obediencia es la
muerte" Si por algo podemos ubicar a Alexandra es por su sospecha de los
parámetros establecidos en la modernidad. Mujer que sabe poner en tela
de juicio "El Principio". La fe es su guía, el amor... su necesidad.
El
texto al que ahora introduzco sale a la luz en 1898, ¡su ausencia lo ha
delatado!. Podemos ubicarlo en el contexto del anarquismo francés. En
la tradición de la sospecha y, ¿por qué no?... de la utopía.
Sigo
a Rémy Ricardeu "Sucede con Alexandra David-Néel lo que a menudo
acontece a aquellos autores cuya obra es rica y múltiple: no son
conocidos ni leídos más que a través del estrecho y reductor prisma de
la especialización, en la cual por facilidad, o por necedad, demasiadas
veces se lo encierra" 2 . Filósofa, orientalista, novelista,
exploradora, Alexandra fue todo eso y más. La letra, como toda, es sólo
una aproximación y como tal no puede dar cuenta de lo que Alexandra fue.
Qué esperaba de la vida...vivir.
ELOGIO A LA VIDA (1898)La autoridadLa
obediencia es la muerte. Cada instante en que el hombre se somete a una
voluntad extraña es un instante arrancado a su propia vida.
Cuando
el individuo se ve obligado a efectuar un pacto contrario a su deseo o
se ve impedido para actuar de acuerdo con su necesidad, deja de vivir su
propia vida y, mientras que el que manda aumenta su poder vital gracias
a la fuerza de los que se le someten, aquel que obedece se aniquila, se
ve absorbido por una personalidad extraña; ya no es más que fuerza
mecánica, herramienta al servicio del amo.
Cuando se trata de la
autoridad ejercida por un hombre sobre otros hombres, por un soberano
déspota sobre sus súbditos, por un patrón sobre sus obreros, por un
señor sobre sus criados, enseguida se comprende que esta personalidad
emplea la vida de quienes se le someten para dar satisfacción a sus
placeres, a sus necesidades o a sus intereses: o sea, para el
embellecimiento y la ampliación de su propia vida en prejuicio de la de
los demás. Lo que no suele entenderse tan claramente es la nefasta
influencia de las autoridades de orden abstracto: las ideas, los mitos
religiosos o de cualquier otro tipo, las costumbres, etc. Sin embargo,
todas las manifestaciones exteriores de la autoridad tienen su origen en
una autoridad mental. En efecto, ninguna autoridad material, ya sea las
de las leyes o la de los individuos, posee su fuerza y su razón en sí.
Ninguna se ejerce realmente por sí misma: todas se basan en ideas. Y, si
el hombre llega a aceptar su realización tangible en las diversas
formas revestidas por el principio de autoridad, es porque primero se
doblega ante estas ideas.
La obediencia tiene dos fases distintas:
• Se obedece porque no puede hacerse otra cosa.
•
Se obedece porque se cree que se debe obedecer en las condiciones de
vida casi animal en que vivieron los primeros pueblos humanos, la
voluntad del más fuerte era la ley suprema ante la cual debían,
doblegarse los más débiles. <>, dice el que se siente con fuerza
suficiente para obligar a otro a obedecerlo. Esta coacción no implica
sanción moral alguna. Uno quiere porque tal es su placer. El otro
obedece porque teme a la violencia. Pero el que obedece por temor, si
logra ponerse fuera del alcance de las represalias, se apresura a actuar
a su antojo, satisfecho de su libertad, dispuesto, a su vez, a imponer
su voluntad a quien sea más débil que él. Este dominio a través de la
fuerza física no puede, en verdad, ser llamado autoridad: no pasa de ser
una coacción pasajera y únicamente material, no aceptada por la
voluntad del que obedece. Sólo el dominio ejercido en nombre de ideas
abstractas por el más débil sobre el más fuerte y aceptado por éste,
constituye la autoridad. Se entra entonces en la segunda fase: uno
obedece porque se imagina que es necesario obedecer.
Cuando las
condiciones del entorno permiten que los hombres empiecen a reflexionar,
aquellos cuya mentalidad está más desarrollada sienten el deseo de
lograr la obediencia de los demás, ya sea por un interés puramente
egoísta, ya sea, las más de las veces, porque habiéndose formado un
ideal de vida que juzgan conveniente para el grupo al que pertenecen,
desean verlo realizado.
El hombre, por la ignorancia, acepta la
autoridad del mismo modo que también aceptará por ignorancia todas las
que a continuación vayan surgiendo.
A través de estas leyes
misteriosas, presentadas como la expresión de una voluntad
extraterrestre, los jefes religiosos dominarán al hombre, ya no
diciéndole aquel <> que se dirigía al cuerpo y al cual él podía
sustraerse, sino diciéndoles <>. Así ya no es posible fuga alguna
para vivir libremente fuera de la presencia del jefe temible por su
fuerza. A partir de este momento, el hombre tiene una coacción
invisible: la voluntad de dios, que acarrea como un fardo. Adonde quiera
que vaya, en cualquier lugar y en cualquier tiempo, su memoria le
repetirá lo que debe hacer o evitar. Se le ha enseñado a distinguir el
bien del mal.
En todas las épocas, el hombre, como cualquier ser,
ha distinguido las cosas que le procuran satisfacción de aquellas que
le producen sufrimiento. En ningún momento fue preciso enseñarle este
mal y este bien naturales. Sin embargo, apoyándose en la voluntad
expresada por los dioses, voluntad incomprensible e indiscutible, se le
obligó a aceptar como la expresión del bien la resignación pasiva, la
sumisión ciega, el dolor, la renuncia a las aspiraciones más naturales:
el mal bajo todas sus formas. El mal oficial es aquí la propia vida con
todos sus deseos y alegrías, su necesidad de libertad, su curiosidad por
las cosas, su curiosidad de rebeldía, su horror por el sufrimiento,
todo cuanto es bello y verdadero.
Los primeros códigos, escritos o
no, fueron muy distintos según los medios o las razas donde se
originaron y sufrieron numerosas modificaciones en relación con la
evolución de las sociedades. Pero cualesquiera que sean las leyes y las
fuerzas sociales ante las que se inclinan los hombres, lo cierto es que
su poder está subordinado a la aceptación de un código moral.
Sólo
el hombre que, por una prevención del sentido natural, cree en el
bien-sufrimiento, en el bien- desagradable y en el mal como fuente de
goce, puede entender la necesidad de una organización destinada a
imponer el bien por la fuerza y a reprimir por la violencia a los que
estarían tentados de entregarse al mal para obtener de él una
satisfacción.
En la lucha suscitada por el antagonismo que existe
entre el verdadero interés del individuo y la regla de conducta a la
que cree que debe conformarse, el hombre se habitúa a la sujeción y está
dispuesto a aceptarla cuando ésta se manifiesta a través de una
autoridad exterior. Claro que pelea y discute; el bien y el mal difieren
de un individuo a otro, de un pueblo a otro; uno se enorgullece de lo
que el otro reprueba, pero, en el fondo, el principio es siempre el
mismo. Cuando alguien pretende eliminar la moral del vecino y el aparato
autoritario por el que se impone, su objetivo es sustituirla por su
propia moral que, al igual que otra, tendrá que imponerse por la fuerza a
aquellos que no la admitan. Como siempre hay muchos puntos comunes
entre las personas de la misma raza, en general los beligerantes acaban
prefiriendo sacrificar algo de su concepción del bien, mientras sus
adversarios se erigen en guardianes del código. De este modo ambos
evitan al enemigo común: el hombre verdaderamente libre que actúa según
su necesidad sin someterse a nadie.
Si el hombre menos ignorante
hubiese mantenido la distinción que en sí mismo tan profundamente siente
-el bien útil, el mal nocivo-, poco a poco habría progresado, empleando
los mejores medios para evitar el sufrimiento y satisfacer sus
necesidades materiales e intelectuales. Habría habido higienistas,
inventores, sabios de todos lo géneros. La credulidad, sin embargo, hizo
que se sometiera ante las supuestas voluntades de seres quiméricos; y
así hubo padres, reyes, guerreros, políticos; sufrió, lloró, martirizó
su propia carne para salvar el alma, sacrificando su existencia a
supuestos deberes sociales.
En las sociedades modernas, la
autoridad ya no está basada oficialmente en una divinidad. Se habla aún
en ellas del bien y del mal, pero en realidad el cumplimiento de las
leyes llamadas morales (desde que se dejó de llamarlas divinas) ya no es
obligatorio. Del bien solo se retiene aquello que los legisladores
consideran útil y lucrativo para el orden social del momento.
Ciertamente la virtud sigue siendo recomendada en bellos discursos, pero
el vicio es mucho mejor aceptado.
Ya no nos piden que salvemos
el alma, basta con ser una persona honesta, o sea, que actuemos según la
voluntad de los legisladores en los actos externos de nuestra
existencia.
Por limitada que sea esta concepción tiene
suficientes elementos para provocar bastantes víctimas: la honra, el
patriotismo y otras virtudes laicas han matado tanta gente como
antiguamente lo hicieron los dioses. Y así continuará mientras el hombre
procure su regla de conducta al margen de la ciencia, única entidad
capaz de esclarecerlo respecto a sus intereses efectivos y única
autoridad que debe reconocerse.
Los primeros legisladores, al
imponer códigos en nombre de los dioses, no tuvieron que exaltar su
moralidad; los hombres habituados a obedecer simplemente por la fuerza
se sometieron, una ves más, por temor a una fuerza mayor.
Pero
después al dejar de creer en los dioses, el hombre, liberado de sus
terrores, debía lógicamente dejar de obedecer a todo lo que no estuviera
en armonía con su interés. Todavía estamos lejos de tal resultado.
Del antagonismo de los interesesICuanto
más se aleja el hombre de sus orígenes, más se desarrolla su mentalidad
y más aumentan sus necesidades; cada nueva facultad que se despierta
en él amplía su vida, incrementa su actividad y reclama nuevas
satisfacciones.
Si en los tiempos prehistóricos el hombre
primitivo podía vivir casi aislado en los bosques, limitándose a unirse a
veces a otros individuos para llevar a buen término una cacería
difícil o para defenderse de un peligro, era porque el número
excesivamente reducido de sus necesidades, que no superaban las de un
animal salvaje, requería con poca frecuencia la colaboración de otros.
Es solamente uniéndose a sus semejantes como el hombre actual puede
escapar a la existencia miserable de sus primeros antepasados, luchar
eficazmente contra las leyes adversas de la naturaleza, defender su
vida y aumentar sus recursos en todos los aspectos.
Si en los
tiempos prehistóricos el hombre primitivo podía vivir casi aislado en
los bosques, limitándose a unirse a veces a otros individuos para llevar
a buen término una cacería difícil o para defenderse de un peligro,
era porque el número excesivamente reducido de sus necesidades, que no
superaban las de un animal salvaje, requería con poca frecuencia la
colaboración de otros. Es solamente uniéndose a sus semejantes como el
hombre actual puede escapar a la existencia miserable de sus primeros
antepasados, luchar eficazmente contra las leyes adversas de la
naturaleza, defender su vida y aumentar sus recursos en todos los
aspectos.
No es necesario ser muy sabio ni dedicarse a extensas
observaciones para darse cuenta de que las agrupaciones humanas no
responden en absoluto a las necesidades de los individuos. En lugar de
alivianar el esfuerzo y de hacerles la vida más fácil, lo cual es la
primera razón de ser de una asociación entre hombres, las sociedades
aumentan la violencia de la lucha al ampliar su aspecto ingrato y
reemplazar a la lucha del hombre contra las fuerzas naturales por la
lucha del hombre contra el hombre.
Uno se pregunta en vano qué
ventaja precisa proporciona a los hombres su unión en sociedad. Si bien
el hombre aislado y errante corre a menudo el riesgo de sufrir la falta
de lo necesario para su existencia, comenzando por la primera de todas
las necesidades que es la alimentación, el individuo sometido a la
servidumbre social no está demasiado más seguro de obtener lo que
reclama su naturaleza, simplemente porque ningún contrato le garantiza
el pan. Al igual que sus antepasados sobre la tierra no cultivada, es
necesario que se esfuerce por obtener su alimentación, y mientras que
aquellos por lo menos no se iban a las manos unos contra otros, sino
cuando la penuria los impulsaba a ello, una gran cantidad de nuestros
contemporáneos no comen cada día si no disputan con otros hombres el
pan que los debe alimentar.
¡Que es la competencia, si no un
término hipócrita que designa ese perpetuo combate de los unos contra
los otros, esa guerra sin tregua que continúa, implacable, en el seno
de nuestras sociedades! Se trata de una lucha no solamente execrable por
los dolores que engendra, sino también estúpida porque ni siquiera se
puede esperar de ella el desarrollo de la fuerza física o de la
inteligencia. En estos combates, el vigor del cuerpo o del espíritu no
tiene más que una influencia muy pequeña. No cabe esperar que los más
hermosos ejemplares de la raza eliminen a los otros y procreen
generaciones más hermosas y más perfectas. Las sociedades lograron
desterrar este último razonamiento, por el cual a veces la naturaleza
parece justificar las luchas que se libran en ella. Ahora el más fuerte
es el que posee. Ese vencerá y subsistirá, mientras que con frecuencia
desaparecieran los robustos y los inteligentes.
Las sociedades
actuales no tienen como base la unión y la comunidad de intereses entre
los miembros que las componen, sino muy por el contrario la división y
la oposición de tales intereses. Estas sociedades subsisten sobre la
base de una competencia ficticia y llevada hasta el extremo que no sólo
explota el sufrimiento de las masas en provecho de la minoría de
privilegiados, sino que además restringe para todos la parte de
felicidad y de vida que el hombre encontraría en una asociación
normalmente constituida. Esta competencia nefasta se manifiesta de la
forma más irracional. El problema no es sólo que los hombres tienen
intereses opuestos a los de sus asociados, sino también que sus propios
intereses se encuentran en contradicción unos con otros.
¿Acaso
el mundo judicial tiene un gran interés, como parece en principio, en
conservar la criminalidad, la deslealtad en las transacciones y todos
los hechos punibles a causa de los cuales existe? Por supuesto que no.
Los
criminales que dañan a sus semejantes por miseria o por perversión
mental bastan para justificar la existencia de la corporación judicial.
Pero al legitimar a una de sus instituciones, ellos contribuyen al
mantenimiento del estado social que los llevó al crimen y permiten así
que otros individuos se formen en el mismo medio, que prepara para las
mismas tareas nefastas y los destina, por tanto, a los mismos castigos.
Así se eterniza el desfile de los miserables que alimentan a una parte
de sus semejantes al precio del dolor de otros y de su propia desdicha.
Por
ser un individuo, cada miembro de la corporación judicial tiene un
interés totalmente diferente. Y al igual que sus conciudadanos, el hecho
de que existan toda clase de delitos lo hace víctima de un estado de
cosas en el que el crimen y la falta de honradez son necesarios para el
funcionamiento de uno de los mecanismos de la organización social.
¿A
los jefes militares acaso no les interesa que se perpetúen los tontos
odios entre los pueblos, que son lo único que les permite subsistir en
su función? Sin embargo, un ejemplo que de ahora en adelante será
histórico acaba de demostrar cuántos intereses similares son nefastos
para el individuo y cuántos puede soportar cuando el germen maligno e
inhumano de la institución que sostiene deja de elegir sus víctimas en
otra parte y se vuelve contra él mismo.
Las masacres entre
hombres sólo pueden comprenderse en aquellos períodos bárbaros donde la
falta de alimentación y la verdadera lucha por la vida obligaban a las
poblaciones a arrojarse sobre sus vecinos para despojarlos de los
víveres que poseían o, a veces, también para alimentarse de los mismos
vecinos. ¿Qué ceguera impulsa a los hombres a matarse entre ellos a
causa de la ambición de un déspota o de un ministro, por la palabra de
un diplomático, por un arreglo entre financieros o por cualquier otra
causa que ignoran y que no les concierne?
Se han escrito muchas
frases sentimentales en contra de la guerra, ¿cuál fue el resultado?
Ninguno. Por otra parte, el hombre no tiene por qué preocuparse por una
cuestión sentimental siempre discutible. Para él hay una sola cosa real:
su interés, y sólo a él debe consultar para todo y en todo momento. La
guerra es horrible, pero no es por eso por lo que hay que rechazarla.
En las luchas primitivas, cuando la vida del individuo hambriento
estaba en juego, su interés lo impulsaba a apropiarse de los alimentos
de su semejante o a suprimir una existencia para prolongar la suya, y
tenía razón al hacerlo. Su instinto le decía: vive, y su voluntad de
vivir era su derecho estricto e indiscutible.
La naturaleza no
posee nuestro sentimentalismo y tampoco nuestra crueldad imbécil. Aquí
no es cuestión de enternecimientos ni de lágrimas. La guerra y el
militarismo son un engaño para los pueblos, para todos los pueblos, y
es por ello que hay que presentarles oposición.
¿Qué interés
pueden tener los trabajadores del pensamiento o los trabajadores
manuales en una guerra? ¿Qué se les arrebataría? Lo más común es que no
posean nada, pues quienes ellos llaman sus compatriotas no les han
dejando nada. Y del otro lado del río o de la montaña, más allá de los
océanos, hasta donde alcanza la vista y hasta donde puede llegar el
pensamiento, se ve a hombres que luchan y sufren por el pan, que luchan
y sufren por la ciencia y a los cuales otros hombres arrojan fuera de
la vida.
¡Qué importa el color y el lenguaje del que es el Amo,
qué importa el suelo que se pisa si no se puede comer, ni pensar, ni
actuar según la propia fuerza y el propio deseo! El Amo es el enemigo,
cualquiera que sea. El enemigo está en todos los países y en cada una de
las personas que pueden decir: yo quiero. Y más ciertamente aún el
enemigo está en cada hombre, en la ignorancia que no necesita ayuda para
crear Amos.
IIEl ser humano no necesita buscar su meta fuera de él ni colocarla en nada exterior, ya sean hombres o ideas.
Nada
lo obliga a violentarse para lograr un objetivo cualquiera. No tiene
otra meta que ser él mismo tal como la naturaleza lo hizo conservarse
como tal, preservando su individualidad contra todo lo que sea capaz
de limitarla o de causarle sufrimiento.
Algunos me preguntan qué
pondría en el lugar de esas leyes y esas instituciones cuya utilidad
niego. Nada: La Vida. La vida que arrastra a los seres en el fluir de
la evolución, que los ubica y los hace moverse de acuerdo con las leyes
que gobiernan la materia de la cual están compuestos. Leyes no ficticias
y exteriores, sino derivadas de las propiedades inherentes a los
diferentes estados de la materia.
Hay personas que temen ver
derrumbarse el aparato social actual y no recuerdan que a pesar de las
numerosas civilizaciones y sociedades desaparecidas a lo largo de las
eras y de las cuales apenas se tiene un recuerdo, la humanidad siempre
queda viva sobre las ruinas de las viviendas que ya dejaron de estar a
su medida. Otros hombres preguntan con inquietud: ¿qué nos amparará?, ¿a
dónde iremos a vivir? A todos ellos se les puede responder con las
mismas palabras que utilizó Lutero cuando se le planteó una pregunta
parecida con respecto al apoyo que los príncipes alemanes le podían
retirar.
«Adónde iría, respondió: bajo el cielo.
¿Dónde construirá sus moradas la humanidad? ¡Bajo el cielo!
Siempre bajo el mismo cielo que existe hoy
¿Dónde vivirá? ¡Sobre la tierra!
¿Cuál será el conductor del hombre? ¡El mismo!»
No
se trata de reemplazar una obligación por otra obligación, sino de
dejar que cada individuo ocupe en el universo el lugar que le
corresponde y dé vía libre a la actividad propia de los elementos que lo
componen.
La humanidad en general, así como el individuo en
particular, no tiene como meta ser grande ni gloriosa, ni trabajar, ser o
hacer cualquier cosa. Es una producción del universo, surgió un día en
su seno y continuará existiendo hasta que las circunstancias que
permitieron su aparición se modifiquen y entonces desaparezca en la
eterna sucesión de las transformaciones de la materia, es decir, de Eso
que Es.
Dado que la existencia individual es la única razón
conocida, la única finalidad del hombre, éste debe preservarla y
defenderla contra todo y contra todos, sin permitir jamás que se le
imponga el sacrificio de la menor parte de esta vida, única cosa que le
pertenece de verdad.
Quienquiera que dificulte la vida de un
hombre impidiéndole vivir plenamente con todas sus facultades y todas
sus necesidades atenta contra su existencia, pues si bien no la suprime
de golpe con la muerte, al menos la limita al quitarle todos los
instantes durante los cuales el individuo cede a las imposiciones y
actúa o se abstiene de actuar contrariando su propio impulso; en una
palabra, deja de vivir su vida para convertirse en un instrumento en
manos de otro.
Si comprende que para él su existencia personal es
la única razón de ser, la finalidad última y la única meta que debe
perseguir, el hombre consciente la defenderá contra cualquier obstáculo,
ya sean hombres o cosas que intenten atacarla, y empleará para ello
todos los medios en su poder, pues se sentirá fuerte en el derecho que
le da el ejemplo de la naturaleza y las aspiraciones de todo su ser que
se esfuerza sin interrupciones para alcanzar la vida.
En esta
lucha más que en cualquier otra se deben emplear todas las armas, la
fuerza o la astucia, pues el hombre emprende su legítima defensa.
La meta del hombre es ser hombre.
El objetivo de su vida es vivir.
Notas:1 Ruth Middleton, Alexandra David-Néel. Retrato de una aventurera, España, CIRSE, 1999.
2 Alexandra David-Néel, Elogio a la vida, España, Octaedro, 2000.